Apaga la Fox y usa patinete

Editorial · Fernando de Haro
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7 mayo 2023
En la democracia directa, en una sociedad en la que las pertenencias acríticas florecen, no es posible debatir, discutir, deliberar y buscar compromisos. Para eso existen los parlamentos. Siempre y cuando hagan su trabajo.

En el último mes se han producido dos casos que ilustran bien los retos de la democracia en este momento. Uno es el caso de la Fox  y  el otro otro el caso de los patinetes de París.

La Fox ha preferido, como es sabido, pagar casi 800 millones de euros a la empresa Dominion Voting Systems, dedicada al recuento electoral. Ha evitado así el juicio que se sustanciaba en el Tribunal Superior de Delaware por difamación. La Fox estaba acusada de difundir mentiras sobre una supuesta manipulación del resultado de las presidenciales. Es la fake con la que Trump ha estado alimentando a sus seguidores desde hace más de dos años. La cadena de televisión ha reconocido haber faltado a la verdad. Y Tucker Carlson, el presentador estrella y el más identificado con los mensajes del expresidente republicano, ya ha cambiado de trabajo.

Durante mucho tiempo los teóricos de la democracia liberal argumentaron que era necesaria una buena dosis de relativismo para mantener el sistema. La democracia era una tecnología para resolver cómo decidir algo, un procedimiento formal. Por eso, desde este punto de vista, sostener la objetividad de ciertas verdades era la semilla de los autocracias. El caso Fox y lo que hemos vivido desde el asalto al Capitolio subraya que es precisamente lo contrario. Sin un mínimo respeto a los hechos, los mecanismos de decisión están viciados de origen. No es, por tanto, solo una cuestión técnica. La ley y los procedimientos son insuficientes. Como decía Martin Wolf en Financial Times, la democracia depende de la ley, la verdad y la decencia.

Caso de los patinetes. París fue la ciudad pionera en el uso de este medio de transporte. Aparecieron en 2018. Pero desde entonces ha ido creciendo la polémica. Muchos vecinos están hartos de ellos porque circulan por las aceras y están aparcados en cualquier sitio. La alcaldesa Anne Hidalgo convocó un referéndum para resolver el debate. Los parisinos fueron convocados a expresar su opinión. Y el resultado fue contundente: un 90 por ciento de los votantes se expresó en contra. Solo ha habido un problema. La participación ha sido del 8 por ciento. En los últimos tiempos se ha extendido la idea que la democracia directa, en la que los ciudadanos deciden cualquier cosa, es la mejor forma de democracia. La digitalización ha disparado el sueño de una mayor participación en la vida pública. Pero un referéndum para ser serio debe contar con al menos el 50 por ciento de participación y la victoria de una de las opciones debe sumar al  menos el 55 por ciento de los votos. No fue así en el caso del Brexit y las consecuencias están a la vista. El sistema de referéndum tiene, además, el inconveniente de reducir la complejidad de la realidad a dos opciones. No es posible debatir, discutir, deliberar, buscar compromisos. Para eso existen los parlamentos. Siempre y cuando hagan su trabajo. La democracia directa, en una sociedad en la que las pertenencias acríticas florecen, fomentando la irracionalidad del voto y las indicaciones de cadenas como la Fox o de las redes sociales, es una bomba atómica. Nuestras democracias representativas han desarrollado instituciones “contramayoritarias” para corregir y equilibrar decisiones marcadas por los sesgos de conocimiento, por la ausencia de debate, por marcos mentales autorreferenciales y por simplificaciones excesivas.

Pero ni siquiera las instituciones son suficientes. Ha llegado el momento en el que la pertenencia al grupo es poca cosa e incluso puede llegar a ser contraproducente para la democracia. Si esa pertenencia no es el  fruto de la posición crítica de la persona es alienante y debilita la vida en común. Siempre habrá alguien dispuesto a decirte qué tienes que votar. Una democracia necesita algo más que la relación del grupo con una idea. Kierkegaard decía que “si los individuos tan solo se relacionan en masse con la idea (es decir, sin separación individual ni interioridad) surge la violencia, la anarquía, el desenfreno”. Cuando los individuos precisamente están unidos a una distancia ideal, nunca se acercan como si fueran animales. “La armonía de las esferas es la unidad resultante de que cada planeta se relacione consigo mismo y con el todo”, añadía el pensador danés. Sin uno de los dos elementos el universo implosiona.

 

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