Anton Chejov. El amor por la belleza y la verdad

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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10 febrero 2020
Anton Chejov coleccionaba iconos y tenía un crucifijo en la cabecera de su cama en la casa que se había comprado en Yalta. Le gustaban las lecturas sobre los monasterios de Rusia y las vidas de los santos. Se emocionaba con el sonido de las campanas y acudía a la iglesia para deleitarse con la liturgia ortodoxa, quizás en recuerdo de aquellos días en que cantaba con sus hermanos en las ceremonias, estimulado por un padre que amaba la música y entonaba himnos en su propia casa, aunque su progenitor nunca se planteó que esto fuera incompatible con imponer su autoridad sobre sus hijos y subordinados a fuerza de golpes.

Anton Chejov coleccionaba iconos y tenía un crucifijo en la cabecera de su cama en la casa que se había comprado en Yalta. Le gustaban las lecturas sobre los monasterios de Rusia y las vidas de los santos. Se emocionaba con el sonido de las campanas y acudía a la iglesia para deleitarse con la liturgia ortodoxa, quizás en recuerdo de aquellos días en que cantaba con sus hermanos en las ceremonias, estimulado por un padre que amaba la música y entonaba himnos en su propia casa, aunque su progenitor nunca se planteó que esto fuera incompatible con imponer su autoridad sobre sus hijos y subordinados a fuerza de golpes.

Estos detalles no convierten necesariamente a alguien en una persona religiosa, pues el amor por la belleza no siempre es paralelo a la búsqueda de la verdad, más exigente que la mera delectación. Pero si Anton Pavlovic Chejov, nacido hace ciento sesenta años, el 29 de enero de 1860, no hubiera buscado algo más con estas aficiones, éstas se hubieran agotado en sí mismas.

En los últimos años de su vida el escritor comentaba que había perdido la fe, le incomodaban las inquietudes metafísicas de un Tolstoi y no quería encontrar a Dios en Dostoievski y, pese a todo, era el mismo que ponía esta reflexión en boca de Masha, una de las protagonistas de ‘Las tres hermanas’: «Me parece que un hombre debe tener fe o buscarla. De otro modo, su vida está vacía, completamente vacía».

Chejov era un hombre con dudas de fe, aunque al mismo tiempo estaba convencido de la necesidad que los rusos tenían de creer, y no precisamente en esa religión secular, difundida por intelectuales como Tolstoi y Turgueniev que hacía del campesino una especie de santo. Al hombre no se le debe juzgar por lo que es, sino por sus obras. El campesino descrito por Chejov ayunaba y se abstenía de carne en la Cuaresma, pero no enseñaba oraciones a los niños; se emocionaba al oír las Escrituras, aunque era incapaz de leerlas.

El campesino idealizado sólo existía en los libros, donde se olvidaba que podía ser bruto e ignorante, o algo mucho peor: ser capaz de la misma bajeza y crueldad que sus amos. No deja de ser una tremenda paradoja que los campesinos se convirtieran, décadas después, en las principales víctimas de un régimen cuyas ansias de ingeniería social enlazaban con aquellas teorías librescas del siglo XIX.

Irene Nemirovsky, que describió el lado más humano del escritor, afirmó que la obra de Chejov no enseña nada, que no tiene pretensiones morales, como las de otros literatos rusos. También lo afirman aquellos que consideran sus historias como anodinas e insípidas, lo que confirmaría que el propio escritor llegara a decir que podía convertir a un cenicero en protagonista de un cuento. Otros le tachan de autor pesimista y sombrío, mas eso no encaja con su jovialidad y amabilidad, no exentas de melancolía, que testimonian muchos de sus contemporáneos.

Pero Chejov nos enseña que sus personajes no son arquetipos, sino seres humanos reales, necesitados de misericordia y de compasión, unas emociones de raigambre cristiana, y que nada tienen que ver ni con sentimentalismos estériles, ni con coartadas para mesianismos políticos. Basta con leer uno de sus relatos, ‘El estudiante’, para descubrir a un Chejov que busca a la vez la belleza y la verdad.

Un estudiante de teología, Iván Velilopolski, sale de la aldea en la que vive con sus padres para ir de caza. Es Viernes Santo y hace mucho frío. A su regreso, al anochecer, la tristeza cae sobre Iván en forma de pobreza, hambre, oscuridad y un cierto sentimiento de opresión. Pero podrá calentar sus manos en la hoguera de la granja de Vasilisa y Lukeria, dos viudas que son madre e hija.

El estudiante les habla de otra hoguera encendida diecinueve siglos atrás: la del patio de la casa del sumo sacerdote Caifás, junto a la que se calentaban guardias, criados y un Pedro que negó tres veces conocer a Jesús. Vasilisa se echa a llorar de emoción e Iván comprenderá después que ese llanto no se debe a su relato, sino a que “Pedro le resultaba cercano a ella y porque se interesaba en todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro”.

Al divisar su aldea, Iván rebosa de una súbita alegría, de una misteriosa felicidad. Su espíritu se ha transfigurado al pensar que “la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el Huerto de los Olivos y en el palacio del sumo sacerdote habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente”. En estas palabras se puede intuir que la alegría del estudiante se relaciona con la proximidad de la Pascua que tanto entusiasma a los cristianos ortodoxos.

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