Ante el abismo del yo

Cultura · Costantino Esposito
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16 diciembre 2019
¿A qué nos referimos exactamente cuando decimos “yo”? Se trata sin duda de una de las palabras más usadas, llegando a veces incluso hasta el abuso, en nuestros discursos, uno de los conceptos más presentes en nuestros pensamientos. Pero es una palabra extraña, un simple pronombre que nos indica a nosotros mismos en sustitución de nuestro nombre propio. Cuando uno quiere hablar de sí mismos no dice su nombre, a menos que sea un niño, ellos a veces sí repiten el nombre por el que se sienten llamados por sus padres. Pero llegado a cierto punto del crecimiento cognitivo de la propia personalidad, uno empieza a llamarse a sí mismo “yo” y el nombre, que al principio resonaba como un eco o una repetición, con el valor de una respuesta a alguien que me estaba llamando, pasa a ser alto distinto, algo más íntimo. Y pasamos al discurso “en primera persona”.

¿A qué nos referimos exactamente cuando decimos “yo”? Se trata sin duda de una de las palabras más usadas, llegando a veces incluso hasta el abuso, en nuestros discursos, uno de los conceptos más presentes en nuestros pensamientos. Pero es una palabra extraña, un simple pronombre que nos indica a nosotros mismos en sustitución de nuestro nombre propio. Cuando uno quiere hablar de sí mismos no dice su nombre, a menos que sea un niño, ellos a veces sí repiten el nombre por el que se sienten llamados por sus padres. Pero llegado a cierto punto del crecimiento cognitivo de la propia personalidad, uno empieza a llamarse a sí mismo “yo” y el nombre, que al principio resonaba como un eco o una repetición, con el valor de una respuesta a alguien que me estaba llamando, pasa a ser alto distinto, algo más íntimo. Y pasamos al discurso “en primera persona”.

Resultaría extraño preguntarse a qué se refiere este pronombre, pues es evidente –hasta obvio– que se refiere al que habla, al sujeto del discurso, a alguien que tiene conciencia de estar tomando la iniciativa lingüística para ejercer la práctica comunicativa. Al decir “yo”, emerge mi propia identidad. Soy, por tanto, soy yo, ni tú, ni él, ni ella. Me pronuncio y me delimito, me identifico. Y gracias a eso puedo hablar del mundo, de las cosas y de las personas, puedo comunicarme con los demás, puede soñar y esperar, puedo amar y odiar, puedo entristecerme y alegrarme. Nunca estaremos lo suficientemente atentos a este hecho, evidente y misterioso a la vez, de nuestro ser un “yo”. Evidente porque es el fenómeno más cercano a cada uno de nosotros, pero también misterioso porque indica un punto de discontinuidad, una interrupción, un salto en el continuum de la naturaleza física, química y biológica, el salto que llamamos de conciencia, es decir, de darse cuenta de existir, de vivir descubriéndose uno mismo. Porque nuestro yo no es una estructura natural que se nos da de una vez por todas. Su paño no es (solo) del orden natural sino sobre todo del histórico.

Bastaría reflexionar sobre una experiencia cotidiana sencilla para darnos cuenta. ¿Cuántas veces miramos la realidad que nos rodea, miramos las cosas, las personas, los acontecimientos, sin caer efectivamente en la cuenta de lo que estamos viendo? Los tenemos delante pero no nos damos cuenta de que existen. De eso dependen muchos problemas, incomprensiones, crisis, desavenencias personales, sociales y políticas.

¿Pero cómo puede llegar a suceder? La prueba radica en un fenómeno sencillísimo, es decir, si prestamos o no atención a la realidad. De hecho, para prestar atención hace falta que exista un yo, porque nuestro estar en el mundo nunca funciona como un piloto automático que proceda mecánicamente, sino que depende de lo consciente que yo sea de mi relación con la realidad. Sin esa conciencia, pierdes hasta la realidad, se interrumpe la experiencia de las cosas y, al mismo tiempo, si evitas la realidad acabas perdiendo tu “yo”.

En el fondo, este es el “abismo de la conciencia humana” de la que hablaba un experto apasionado del yo como Agustín de Hipona (la expresión se encuentro al principio del libro 10 de sus Confesiones). El yo es el nombre de una relación, es el pronombre que indica la experiencia fundamental que un ser humano puede tener de la realidad. Esto da un vuelco a la manera habitual en que nosotros (herederos de la filosofía moderna) pensamos normalmente en el yo, es decir, como un “sujeto” separado de los “objetos”, una esfera interna que pertenece exclusivamente a mí mismo respecto a lo que está “fuera” o “más allá” de mí.

Sin embargo, en la experiencia de cada día emerge –para quien preste atención– que nosotros podemos ser nosotros mismos (es decir, cada uno puede ser su propio “yo”) si la realidad, cuando nos toca, nos despierta, nos invita y nos provoca a ser. La realidad es como una llamada continua a que pueda emerger nuestra respuesta. Eso sucede sobre todo cuando la realidad que nos llama es otro “yo”, que me viene al encuentro con un pronombre decisivo, el “tú”.

Yo nazco así, más aún, el “yo” nace así. Con el pronombre personal “yo”, un pronombre dicho en primera persona se convierte en una realidad objetiva de la que podemos hablar en tercera persona. Este es el enigma que nos inquieta y nos fascina. Somos sujetos que no dependen de sí mismos sino de otro que les llama a la existencia. Ese otro es el fondo objetivo que está en lo más íntimo de nosotros mismos: ‘intimior intimo meo’, tú eres aún más yo que yo mismo, dice Agustín hablando a ese “tú” que se hace presente en su vida. Descubrir a este tú en el yo es la aventura y la tarea más urgentes que un ser humano pueda emprender jamás. Si no alcanzamos esto, podremos –como alguien dijo una vez– ganar mil cosas pero perder la más importante: a nosotros mismos.

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