Amigo Georges
Para mí hablar de Georges Bernanos es hacer memoria de mi encuentro con la Iglesia como comunidad viva y de mis primeros intentos de expresar razonablemente la fe en diálogo con el mundo. Hace treinta años, bajo el cielo estrellado de Ávila, escuché más que leí las primeras páginas de este autor inclasificable, en la voz de un joven sacerdote (hoy arzobispo de Granada) cautivado por su prosa palpitante. Recuerdo para siempre aquella Predicación de un ateo en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux: aquella pasión por Cristo y su Iglesia llena de racionalidad y belleza, capaz de desafiar al mundo entero, me conmovió hasta lo más íntimo. Después leería con avidez Bajo el sol de Satán, La alegría y este precioso Diario de un cura rural, sin olvidar multitud de artículos y conferencias.
"Amar para comprender y comprender para amar", era la divisa de aquel parisino con unas gotas de sangre española que siempre se enorgulleció de portar. Conservador para los progresistas, anárquico para los conservadores, pesimista para los optimistas de oficio, libre frente a todos los poderes de este mundo, demasiado agresivo para los bienpensantes, tan dulce como aguerrido, tan amante de la vida como realista con lo que unos y otros pueden ofrecer, tan de vuelta de los proyectos sociales y a la vez tan niño, tan orgullosamente francés y tan abiertamente universal. ¿Qué palabra encontraremos para definirlo? Tan sólo una: católico.
Amaba a la Iglesia como se ama a la madre que te ha dado a luz a la vida. Como quien depende totalmente, sencilla y alegremente. Conocía con pelos y señales los defectos humanos de esta madre: los sufría en carne viva, hasta las lágrimas, pero como confesó una vez a un amigo irónico y descreído, "si me echaran un día, pediría permanecer aunque fuera en un rincón, porque fuera de esta casa no sería capaz ni siquiera de respirar". ¡Con razón decía Balthasar que sólo en los personajes de Bernanos se reconcilian por fin el anhelo personal de renovación y santidad con la forma concreta de la Iglesia! Esa forma que a tantos hace discutir e incluso repele, mientras que para él era siempre el hogar en el que Dios ha depositado "toda la dicha y la alegría reservadas a este pobre mundo".
Hace unos días el cardenal Scola declaraba que el cristianismo tiene hoy las mayores oportunidades, porque las palabras-emblema del hombre postmoderno son felicidad y libertad. Ésas son también palabras clave en el tejido profundo de la obra de Bernanos. Una felicidad que nace del encuentro con Cristo en la Iglesia, y que aflora a través de la dureza de las circunstancias con una tenacidad inexplicable. Una libertad que sólo procede de la seguridad soberana de saberse hijo de Dios.
Me pregunto, treinta años después de aquel primer amor, si no ganaríamos mucho hoy en nuestras comunidades sumergiéndonos en las páginas de este gran testigo. A todas horas hablamos de la necesidad de formación (acabo de oírlo por enésima vez en un foro eclesial) sin saber muy bien a qué nos referimos. Pues bien, leer a Bernanos nos permite entender qué es el cristianismo mejor que muchos materiales revenidos que circulan en nuestras parroquias, colegios y asociaciones. Entenderemos qué es el corazón del hombre constituido por la sed del Infinito, qué es su misteriosa libertad, y cuál es el secreto de este pueblo extraño de la Iglesia, dolorido y vapuleado tantas veces, pero siempre renovado por una fuerza que lo levanta y lo hace brillar como esperanza para el mundo.
Él, que tanto había fustigado los horrores y extravíos de su época, nos dejaba esta confidencia como un suspiro: "cuando me muera, decidle al dulce reino de este mundo que lo amé más de cuanto nunca me atreví a confesar". Y porque lo amaba no podía sino reclamarle a su Destino de plenitud. Tú lo sabes bien, amigo Georges: "todo es ya gracia".