Algo se esconde tras el apoyo de China y Rusia a Maduro

Mundo · Mario Mauro
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29 enero 2019
En el momento más dramático de las protestas contra Maduro, elegido presidente de Venezuela después de unas elecciones declaradas irregulares por el grueso de la comunidad internacional y poco después de dar comienzo a su segundo mandato, Juan Guaidó, joven líder de la Asamblea nacional y casi desconocido líder de la oposición al gobierno, se autoproclamó presidente de la república bolivariana. Estados Unidos y muchos países de la OEA (Organización de Estados Americanos) lo han reconocido como presidente, Rusia y China apoyan a Maduro, y la UE se muestra favorable a un proceso democrático. El hecho es que las sangrientas tensiones que está viviendo este país pueden acabar en una guerra civil.

En el momento más dramático de las protestas contra Maduro, elegido presidente de Venezuela después de unas elecciones declaradas irregulares por el grueso de la comunidad internacional y poco después de dar comienzo a su segundo mandato, Juan Guaidó, joven líder de la Asamblea nacional y casi desconocido líder de la oposición al gobierno, se autoproclamó presidente de la república bolivariana. Estados Unidos y muchos países de la OEA (Organización de Estados Americanos) lo han reconocido como presidente, Rusia y China apoyan a Maduro, y la UE se muestra favorable a un proceso democrático. El hecho es que las sangrientas tensiones que está viviendo este país pueden acabar en una guerra civil.

Maduro presidente es el fruto de las elecciones fraudulentas del 20 de mayo de 2018. Cuenta con el reconocimiento de Cuba, Nicaragua, Bolivia, Rusia, China y Turquía. Auténticas dictaduras o países que han hecho evolucionar sus constituciones hacia la transformación del papel del presidente en un puesto vitalicio, aunque en Bolivia el intento ha fracasado.

Pero no son los únicos. También grupos terroristas como Hamás y Hezbolá han emitido dos comunicados oficiales declarando su apoyo al líder del Partito Socialista Unido de Venezuela (Psuv). Las organizaciones islamistas acusan al gobierno de Donald Trump de promover un “golpe de Estado” en Venezuela, omitiendo las irregularidades del proceso electoral que habría ganado Maduro.

Según Hamás, “el intento de Estados Unidos de organizar un golpe de Estado es una continuación de la política agresiva americana (…) y viola los principios democráticos y la libre voluntad del pueblo”. En su opinión, la postura estadounidense “representa una amenaza para la seguridad y estabilidad del mundo”.

El mismo tono utilizan las declaraciones de Hezbolá. En un comunicado difundido por la emisora libanesa Al-Manar, se lee que “todos saben que el objetivo de Estados Unidos no es defender la democracia y la libertad, sino apropiarse de los recursos del país y castigar a todos los estados que se oponen a la hegemonía estadounidense”.

El subcontinente latinoamericano, que hasta hace pocos meses era considerado un laboratorio de políticas progresistas, tiene ahora que afrontar una crisis política que corre el riesgo de convertirse en una matanza. Refiriéndose directamente al bolivarismo revolucionario, el ex líder venezolano Hugo Chávez promovió un tipo de socialismo, el “socialismo del siglo XXI”, basado en una exaltación de la democracia directa y en inversiones sociales masivas orientadas a la inclusión de las clases más desfavorecidas, a las que se asocia con una explícita postura anti-estadounidense y un proyecto pan-latinoamericano. Con la muerte de Chávez en 2013, un sucesor menos carismático, Nicolás Maduro, siguió gobernando Venezuela ante una creciente hostilidad interna e internacional. Guaidó, delfín de Leopoldo López, rival histórico de Chávez y líder del partido opositor Voluntad Popular, ha jurado la Constitución en Caracas, ante miles de personas, autoproclamándose presidente ad interim de la nación y ha invitado a las fuerzas armadas a comprometerse para “restablecer la Constitución”.

Desde el Palacio de Miraflores, Maduro ha calificado esta iniciativa del diputado opositor como un “golpe de Estado fascista”, exhortando a sus defensores a resistir contra el golpe orquestado, en su opinión, entre los muros de la Casa Blanca. Maduro también ha interrumpido sus relaciones diplomáticas con Washington y ha amenazado a los enviados estadounidenses presentes en Venezuela, dándoles pocas horas para abandonar el país.

Guaidó fue reconocido inmediatamente por la administración Trump y por Canadá, así como por el secretario general de la OEA, que engloba a 35 países. Aunque tal reconocimiento era previsible por parte de países como Brasil y Argentina, era menos obvia la legitimación de Guaidó por parte de Ecuador, país cercano al proyecto “Socialismo del siglo XXI” hasta hace unos meses. La UE, después de asignar su premio Sajarov por la libertad de expresión a la oposición venezolana, ha declarado su apoyo a la Asamblea Nacional y al presidente Guaidó.

El apoyo de la mayoría de los países de América Latina a Guaidó es un claro testimonio del aislamiento regional en que se encuentra Maduro. Con el fin de ciclo de la izquierda latina, culminado con el triunfo de Bolsonaro, Sudamérica gira hacia la derecha. Y en el continente ya no están dispuestos a hacer concesiones a la dictadura que empezó con Chávez y con cuyos aparatos de seguridad yo mismo he tenido, junto con el exministro español de Interior Jaime Mayor Oreja, duros enfrentamientos en Venezuela en 2010, cuando la oposición empezaba a asomar la cabeza en busca de la solidaridad del Parlamento europeo. Entonces, los países sudamericanos callaban.

Pero si Maduro ya no puede contar con amigos en los ejecutivos de América Latina, aparte de estados marginales como Bolivia y Nicaragua, grandes potencias como China, Rusia y Turquía no han dudado en cambio en criticar las interferencias estadounidenses en Caracas y confirmar su apoyo al presidente electo. La no alineación del gobierno de Maduro respecto a EE.UU tiene una relevancia económica y geopolítica muy relevante para Pekín y Moscú, que temen perder a un valioso aliado en el caso de que el presidente cayera.

La economía de Venezuela se ha precipitado al abismo. Las catastróficas políticas de Maduro han empeorado aún más la situación. Para intentar mantener su apoyo, el presidente ha seguido promoviendo políticas de asistencialismo social, financiándolas con dinero del déficit público, llevando así al régimen a una hiperinflación que está destruyendo la economía real venezolana. Además, la administración Trump aprobó en 2017 sanciones económicas que han golpeado directamente a la economía de Caracas.

El gobierno de Guaidó no controla de momento ningún aparato estatal, aparte de la Asamblea Nacional, y ni siquiera contaría con el apoyo de los altos oficiales del ejército. Sin el apoyo de una parte consistente de las fuerzas armadas, Guaidó, que ha garantizado la inmunidad a los militares que se unan a él, difícilmente podrá consolidar la transición democrática en su país.

¿Pero por qué China, Rusia y Turquía se ponen del lado de Maduro a pesar de un escenario tan precario? En medio tenemos la controvertida reelección: sigue en el poder gracias a votos cambiados, fraudulentos y una abstención de récord; luego están las estrategias del presidente para mantener el poder, con casos de corrupción en el ejército, gestión de tráfico ilegal y una población extenuada por la crisis, “sin tiempo ni energía para resistir”; y por último, las reivindicaciones de los venezolanos, según los sondeos favorables en el 63% de los casos “a una solución negociada para destituir a Maduro”.

El pasado mes de septiembre, el presidente venezolano en persona voló a Pekín para reunirse con los líderes del Partido Comunista, el ministro de Finanzas Simón Zerpa anunció una “gran alianza con China” y las acciones de la compañía estatal Petróleos de Venezuela alcanzaron rendimientos del 22,4%. Los analistas consideraron mientras tanto que el gigante asiático ya había concedido a Venezuela préstamos por 70.000 millones de dólares, la mayor parte de los cuales a cambio de petróleo.

Recientemente, Venezuela y Turquía firmaron acuerdos de cooperación en sectores como la industria minera, las infraestructuras, la defensa, la ayuda humanitaria, hasta el punto de que, según algunos expertos, las ayudas garantizadas por Erdogan “proporcionarían un ancla de salvación a un estado que de otro modo habría colapsado”. Más allá de las similitudes en la experiencia y en la retórica de ambos líderes, los dos se beneficiaron de la colaboración. Las ventajas para Venezuela son obvias, para los turcos son sobre todo las enormes reservas de oro de su aliado y una mayor influencia internacional.

Tras años de esfuerzos y miles de millones de dólares para transformar Venezuela en uno de sus aliados más estrechos en el hemisferio occidental, ahora la inversión de Rusia podría convertirse en humo. El primer ministro ruso Medvedev ha definido lo que está pasando en Caracas como un “cuasi golpe de Estado”. Según Anton Troianovski, la indignación abanderada por Moscú oculta una realidad incómoda: la apuesta multimillonaria por la construcción de la influencia rusa en América Latina, que ahora corre peligro.

Y es que a nivel ideológico, la izquierda latina ha dejado de guiar Sudamérica. La victoria de Chávez en las presidenciales venezolanas de 1998 inauguró el inicio de una afortunada etapa para la izquierda latina, dominadora indiscutible de la escena política regional hasta 2010. Los gobiernos de Lula y Roussef en Brasil, Chávez en Venezuela, Lagos y Bachelet en Chile, los Kirchner en Argentina, Zelaya en Honduras, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua, Lugo en Paraguay, Funes en el Salvador y Humala en Perú han sido expresiones diversas de la variopinta izquierda sudamericana. A pesar de sus numerosas divergencias, especialmente en materia de política económica, han representado la respuesta endógena de los pueblos latinos a los altos niveles de desigualdad interna y a la esperanza de una mayor justicia social. Pero el poder de los partidos de izquierda en la región se ha ido desmoronando lentamente con derrotas electorales, escándalos y crisis económicas. Hoy, la ruinosa caída de la izquierda latina puede verse imputada al fracaso de la promesa de renovación que hicieron aquellos partidos, o al natural curso de la alternancia cíclica en democracia.

Definir qué es una política de “izquierdas” es especialmente complejo, cuando no un fútil ejercicio retórico. En la poliédrica experiencia de la izquierda latina, la raíz común se puede identificar con la promesa de combatir la pobreza y la desigualdad a través de una distribución más equitativa de la riqueza producida por el crecimiento económico. La esperanza que ha alimentado el consenso era que los gobiernos de izquierda utilizaran el Estado como instrumento político para garantizar un techo, comida, sanidad, seguridad, educación y oportunidades a cualquier miembro de la sociedad. Entre esperanzas defraudadas y un cambio real, hay que preguntarse entonces cuál es la herencia que esa época dorada ha dejado en el continente sudamericano.

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