Alfombras de guerra

Una de las riquezas tradicionales de Afganistán la garantizaba en el pasado el comercio de alfombras. Había muchas manufacturas de gran calidad, empezando por la de Herat, ciudad situada al noroeste del país donde se confeccionaban alfombras con adornos florales y figuras animales, así como maravillosos arabescos y cintas entrelazadas. Muchos museos occidentales se han disputado las manufacturas más antiguas, lo que demuestra su valor. Pero la escuela de Herat ya no existe y la tradición de las alfombras afganas, con el país doblegado por guerras e invasiones, se conserva en parte por los refugiados que han huido a Pakistán y que han ido modificando progresivamente los motivos iconográficos. Más que un cambio, en realidad ha sido un vuelco, madurado desde los tiempos de la invasión soviética a finales de los años 70. De hecho, las alfombras que ahora se producen en Afganistán van decoradas con armas y otros motivos de clara impronta bélica. Son las alfombras de la guerra. Durante todos estos años, el imaginario del pueblo se ha visto totalmente distorsionado como consecuencia de etapas interminables de violencia.
Demos un paso atrás. Tradicionalmente, los motivos decorativos que constituían la fascinación de las alfombras orientales eran motivos abstractos porque la cultura musulmana no admite motivos figurativos. Eran dibujos de gran equilibrio y belleza, que devolvían a esas alfombras el efecto que podían causar maravillosos oasis en el desierto. Occidente siempre ha quedado cautivado por su fascinación, hasta el punto de que frecuentemente las encontramos en grandes cuadros, acompañando incluso temas sagrados. Como decía un experto americano, David Carrier, “cuando se extienden sobre el suelo uno puede imaginarse recostado en un exuberante jardín creciendo a nuestro alrededor”. Estas grandes alfombras también eran símbolos de paz por antonomasia, como experimentó el artista italiano Alighiero Boetti, que hizo de Afganistán su patria adoptiva.
Pero ahora esa magia se ha esfumado. Sobre las alfombras que salen de las manufacturas afganas, pobres y sostenidas por el trabajo de mujeres y niños, encontramos kalashnikov, aviones, granadas, helicópteros y tanques. Alfombras que muestran ante nuestros ojos la huella de la larga tragedia de un pueblo. La repetición en serie de estos motivos da idea de cómo las armas se han convertido en protagonistas de su paisaje cotidiano. Tampoco hay mensajes políticos que separen las armas de los buenos de las de los malos. Aparentemente son neutras, como lo eran los motivos decorativos tradicionales, pero esa neutralidad nos pone ante una realidad devastadora.
Hoy sobre las alfombras de la guerra se juega una partida de cinismos opuestos. Por un lado el talibán, que acepta e incluso favorece esta mutación genética de manufacturas que pertenecían a la tradición islámica y que las han transformado en mensajeras de lógicas del terror. Por otro lado, el cinismo del mundo occidental, que las convierte en objetos de coleccionismo y de mercado. En realidad, las alfombras de la guerra solo son el desconcertante testimonio del drama de un pueblo.