Editorial

Alegría frente al terror

Editorial · Fernando de Haro
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28 junio 2015
Ola de atentados yihadistas cuando se cumple un año de la proclamación del califato por el Daesh. Más de sesenta muertos en los tres ataques que tuvieron lugar durante el viernes, casi de forma simultánea, en Francia, Túnez y Kuwait. La noticia de la masacre, que parece coordinada, ocupa la portada de periódicos y noticiarios televisivos.

Ola de atentados yihadistas cuando se cumple un año de la proclamación del califato por el Daesh. Más de sesenta muertos en los tres ataques que tuvieron lugar durante el viernes, casi de forma simultánea, en Francia, Túnez y Kuwait. La noticia de la masacre, que parece coordinada, ocupa la portada de periódicos y noticiarios televisivos.

Las masacres son casi cotidianas en Siria y en Iraq, donde el Daesh ya controla una parte muy importante del terreno. Y merecen menos atención. También lo son en otros lugares del mundo donde los yihadistas golpean sin tregua: noreste de Nigeria, Somalia, Pakistán y un largo etcétera. Oriente Próximo es el epicentro de la guerra civil que se libra dentro del islam. Su violencia salpica a todo el mundo provocando una suerte de tercera guerra mundial seriada.

La proclamación del califato por Abú Bakr al Baghdadi, a finales de junio de 2014, fue un acto de fuerte contenido simbólico. Hace cien años que se abolió el último califato. Ataturk lo suprimió el 3 de marzo de 1914. El Daesh pretende utilizar ese hueco que ha quedado en el corazón de muchos creyentes. En realidad un siglo no es nada para la historia de una religión y de una teología política que se inició con Abu Bakr as-Siddiq o con Alí, según se mire, y que cuenta ya con 1.300 años.

Al Baghdadi pretende ser el sucesor legítimo de Abd-ul-Mejid II. Es un ejemplo claro de cómo funciona el Daesh. Se apropia del lenguaje del islam para dar consistencia a un proyecto, creado para combatir el chiísmo, en el que es fácil reconocer los rasgos nihilistas del terrorismo occidental. El islam es una realidad política y religiosa multiforme. El sunismo más radical (wahabismo) ha querido crear una alternativa al eje chiíta que se extendía desde Teherán hasta el sur del Líbano, zona controlada por Hezbollá, pasando por la Siria de Assad y el nuevo Iraq. Eso es lo que hizo engordar la rama babilónica de Al Qaeda (Al Qaeda de los Dos Ríos). Los dólares llegaron a raudales, seguramente siguen llegando, desde las arcas de donantes privados de Qatar y de Arabia Saudí. Luego el monstruo se independizó y ha cobrado vida propia. Ya no necesita apoyo para financiarse. Obtiene grandes cantidades de dinero en el mercado negro con la venta del petróleo que explota.

Un año después de la proclamación del califato es evidente que la respuesta no ha sido suficiente ni adecuada. Alrededor de seis millones de refugiados, cristianos pero también musulmanes moderados, intentan salir adelante en ciudades del Líbano, Turquía, Jordania y el Kurdistán.

En el terreno militar no se ha avanzado. Los bombardeos de la coalición internacional, liderados por Estados Unidos y sin coordinar con los combatientes en tierra de los ejércitos sirios e iraquí, consiguen poco. En Alepo se ha perdido terreno. Bagdad está cercada. No habrá avance sin una fuerza sólida sobre el terreno. El ejército iraquí sigue siendo tan desastroso como siempre, el sirio pierde fuerza y los únicos que luchan con seriedad son los milicianos chiítas que crean un serio problema: los sunníes moderados perciben que esta no es su guerra.

Sin operaciones financieras y militares más serias el Daesh no será detenido. El gran aliado es Irán. Conviene cerrar cuanto antes el acuerdo sobre la cuestión nuclear.

Y luego está el gran frente cultural y educativo. Quizás el más decisivo. El Daesh avanza y se mantiene por la ambigüedad o complicidad de miles de mezquitas. Algunas autoridades sunníes siguen pensando que el autodenominado Estado Islámico les puede ser funcional. La Gran Mezquita de Al Azhar en diciembre de 2014 se pronunció con claridad: la actuación de los yihadistas no es conforme al Corán. Se puede hacer más, como les dijo al comienzo de este año el presidente egipcio, Al Sisi, a los clérigos de Al Azhar. En el islam no hay jerarquía, las órdenes no pueden llegar de arriba abajo. Pero a sus líderes se les puede pedir que se pronuncien con más claridad, que mañana, tarde y noche repitan que el verdadero creyente no puede ser ambiguo con la violencia. Está en juego su futuro, los que pretenden instrumentalizar al monstruo puede ser devorados.

Nigeria es uno de los países en los que esta guerra del islam ha hecho más daño. Boko Haram ha provocado en los últimos años más de 20.000 muertos y un millón de desplazados. Los cristianos están en el punto de mira. Jos es una de las ciudades castigadas. Su obispo, monseñor Ignatius Kaigama, decía hace unos días: “no nos van a quitar, a pesar de todo, la alegría”. No era una declaración voluntarista. En una iglesia cercana, un centenar de fieles cantaban y bailaban al celebrar la misa diaria de las 6.30 de la mañana.

La alegría es un mandato frente a la barbarie terrorista. Y necesita razones, requiere la experiencia de una vida dominada por algo o alguien que la haga positiva. La alternativa es un vacío, como el que domina en muchos ámbitos de Europa, que fabrica y exporta nuevos yihadistas. Cada uno tendrá que hacer su camino para encontrarla, pero sin duda esa alegría que les lleva a algunos a dar la vida es irrenunciable, al menos como aspiración. No hay otra respuesta históricamente más exhaustiva frente al terror.

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