Alegría de la realidad
Nos permite entender cómo el capitalismo digital más agresivo opera en la estructura más íntima de la persona y contribuye a socavar la estima del propio yo. Es una dinámica tóxica que no solo afecta a los jóvenes. Por eso, ahora más que nunca, cuando aparece “la alegría de la realidad”, brilla con más intensidad. Por eso, más que nunca, tienen valor las relaciones reales, las que nos permiten estar razonablemente seguros de quiénes somos.
Otra vez Facebook se convierte en el ejemplo del peor modo de gestionar las redes sociales. Ya sabíamos que había facilitado datos privados para sesgar las campañas electorales (caso Cambridge Analytica), ya sabíamos de su tendencia a publicar noticias falsas y discurso de odio (genera más tráfico). Y ahora hemos sabido gracias a una investigación realizada por Wall Street Journal que Facebook tenía informes internos sobre las consecuencias negativas del uso de Instagram, de la que es propietaria, para las jóvenes estadounidenses y británicas. Desde 2018 la compañía de Zuckerberg ha estudiado sus efectos en las adolescentes de estos dos países. Una de las conclusiones de esos informes, mantenida en secreto, es que empeora la imagen corporal de una de cada tres adolescentes. El 32 por ciento de las chicas que son usuarias de Instagram confiesa que cuando se siente mal con su cuerpo, la red social con más de 500 cuentas activas en todo el mundo les hace sentir peor. Un 13 por ciento de los adolescentes con pensamientos suicidas en el Reino Unido y un 6 por ciento en Estados Unidos alimentaron su inclinación en Instagram. Los informes internos reconocen que el producto de Facebook, usado en un gran porcentaje por jóvenes menores de 22 años, aumenta inclinaciones negativas y crea una tormenta perfecta. El hecho de que muchas entradas sean de cuerpos perfectos, según un canon nocivo de belleza, crea adicción. Muchas de las jóvenes usuarias saben que les hace mal pero no consiguen desengancharse. Su atención está secuestrada. A pesar de que la compañía tenía esos datos, Zuckerberg llegó a afirmar en una audiencia ante el Congreso de Estados Unidos en marzo de 2021 que “el uso de aplicaciones sociales para conectarse con otras personas puede tener beneficios positivos para la salud mental”.
El caso de las últimas revelaciones sobre Instagram obliga a abrir un debate sobre la regulación de las plataformas y las redes invasivas. Pero esa regulación siempre será insuficiente. Cierto mundo alimentado por el capitalismo digital es el mundo de la apariencia e invita a apreciar más eso que el escritor González Sainz llama la “alegría de la realidad”. La historia de Facebook urge a sorprenderse y acoger con urgencia esas miradas que de forma casi milagrosa ven la “plenitud de lo real”, que establecen una “determinada relación con lo real amorosa, de aprecio, de acogimiento, de juntura” (entrevista en Letras Libres número 240). Para recuperar esa alegría, señala González Sainz, hay que hacer un “aprendizaje de la mirada”, superar “la mirada devastada por la publicidad, la costumbre de no ver”, dejar de utilizar “los ojos que no ven ni los hechos, ni las maravillas, ni los destrozos”.
En un contexto de devastación de la mirada, favorecida por un poder que quiere explotar económicamente la atención, resalta especialmente el valor del conocimiento que proporciona la relación con los otros, cuando esa relación es real, cuando ayuda a conocerse. Instagram puede hacer el daño que hace porque acelera la destrucción del tipo de relación más necesaria en un tiempo en el que la inseguridad ha crecido exponencialmente. A menudo las fotos que más perjudican son las de deportistas, influencers, cantantes y todo tipo de famosos que ofrecen de su vida una imagen irreal. Se establece una relación entre los usuarios y las estrellas de las redes que no se basa en las reglas elementales de la confianza. Son referencias que no merecen el crédito que se les otorga y que no ofrecen noticias sobre sí mismas verdaderas.
Ya sabemos que aprendemos de la ciencia no porque podamos verificar directamente todos los datos sino porque creemos en lo que nos cuentan los científicos. “Creo lo que los hombres me comunican de un cierto modo. Así es como creo en hechos geográficos, químicos, históricos, etc. Así es como aprendo las disciplinas científicas. Efectivamente, aprender se basa naturalmente en la creencia”, decía ya Wittgenstein.
Ahora se hace más urgente que los adolescentes, también los adultos, volvamos a aprender no sobre hechos geográficos o químicos sino sobre el valor de nosotros mismos a través de las miradas que sí ven los hechos, las maravillas y los destrozos. Es un tiempo apasionante porque requiere superar la costumbre y buscar, a través de la convivencia y de una observación atenta, las pistas repetidas de aquellas miradas que son dignas de crédito, de las que devuelven la alegría de la realidad. Es una búsqueda mucho más exigente que la de seguir una determinada cuenta de Instagram, pero mucho más interesante. Requiere de toda la persona.