Alá y poder, de Libia a Indonesia una ´mayoría´ a la que nadie escucha

Mundo · Caleb J. Wulff
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3 enero 2017
No dejamos de hablar de terroristas y de terrorismo, definiciones que, aunque objetivamente correctas, corren el riesgo de ocultar la verdadera esencia del problema, es decir, el objetivo al que se dirigen estas acciones terroristas. Sea cual sea su matriz, los actos de terrorismo no son fines en sí mismos sino que se dirigen a un objetivo concreto: infundir terror en el enemigo.

No dejamos de hablar de terroristas y de terrorismo, definiciones que, aunque objetivamente correctas, corren el riesgo de ocultar la verdadera esencia del problema, es decir, el objetivo al que se dirigen estas acciones terroristas. Sea cual sea su matriz, los actos de terrorismo no son fines en sí mismos sino que se dirigen a un objetivo concreto: infundir terror en el enemigo.

Son actos de guerra que tienen como objetivo no a los miembros de los ejércitos enemigos sino a los civiles, con el fin de debilitar la resistencia psicológica y moral de los que considera adversarios. En este contexto se enmarcan por ejemplo los bombardeos de ciudades italianas y alemanas durante la segunda guerra mundial, dirigidos esencialmente contra objetivos civiles para minar la resistencia de sus poblaciones. De la misma manera habría que juzgar las bombas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, donde la matanza de civiles no fue un “daño colateral” sino el objetivo intencionado para obligar a Japón a rendirse. Una América terrorista que se contrapone a la que envió a tantos de sus hijos a morir en Europa y Asia para defender la libertad propia y de los demás.

En la misma perspectiva, sería objetivamente más cercano a la realidad hablar de islam terrorista en vez de terrorismo islámico, contraponiéndolo a ese islam decididamente mayoritario que rechaza el terrorismo como medio para imponer la propia religión y la propia concepción del Estado. Sin embargo, el problema del fundamentalismo islámico no termina con el fenómeno del terrorismo. En Oriente Medio y en el norte de África, esas que consideramos organizaciones terroristas, como el Isis, Boko Haram o los shabaab somalíes, dieron lugar a auténticas estructuras estatales y las propias articulaciones de Al Qaeda se comportan como ejércitos, aunque sean irregulares.

El islam terrorista, en sus diversas formas, se presenta por tanto como una expresión extrema de un islam armado que encuentra fundamento y apoyo en corrientes concretas del variado mundo musulmán. El principal responsable de esta deriva fundamentalista, al menos por lo que se refiere a los sunitas, se puede identificar en el salafismo y su derivación saudí, el wahabismo. Contra estas corrientes se celebró el pasado mes de agosto en Grozni (Chechenia) un congreso donde participaron casi doscientas personalidades del mundo suní procedentes de varios países musulmanes. El congreso terminó con la práctica exclusión sunita del salafismo/wahabismo y por tanto con una condena explícita de Arabia Saudí y de Qatar, donde estas corrientes son dominantes. Una decisión que de todos modos no parece haber tenido grandes efectos prácticos empezando por la ONU, donde Arabia Saudí sigue sentada en el Consejo de los Derechos Humanos. Ni parece plantear problemas la falta de libertad religiosa que domina en los países regidos por la sharía, la ley coránica, donde los no musulmanes se ven sometidos a duras discriminaciones, que se extienden muchas veces también a corrientes islámicas que no son bien vistas, como es el caso de los chiítas. Estos, por su parte, instauraron una rígida teocracia en Irán.

La tendencia a la radicalización islamista va en aumento. Las intervenciones de Occidente derribaron las dictaduras militares que gobernaban países como Afganistán, Iraq o Libia, un intento que también se puso en marcha en Siria con un resultado caótico que ha dejado gran espacio a los movimientos fundamentalistas. El mismo proceso se está produciendo en Pakistán, con un precio especialmente alto para los cristianos, como muestran el asesinato de Shahbaz Bhatti y la condena a muerte de Asia Bibi, los casos más evidentes de una persecución mucho más amplia. Fenómenos similares empiezan a salir a la luz en un estado hasta ahora sustancialmente tolerante, como Indonesia, el país musulmán más poblado, donde acabó procesado el gobernador cristiano de Yakarta. Igual que en Pakistán, aquí también hay una ley de la blasfemia que se utiliza para discriminar y atacar a los no musulmanes.

De nuevo emerge el punto crítico que distingue al islam en gran parte: la estrecha identificación entre religión y política, que lleva inevitablemente a la constitución de teocracias. Sin resolver este problema, las mayorías islámicas pacíficas no conseguirán contrastar a las minorías fundamentalistas.

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