Editorial

Al despertar, la realidad seguía allí

Editorial · Fernando de Haro
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15 octubre 2017
Cuando despertó, cuando despertaron, la realidad seguía allí. El problema es si la realidad es el dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso o un animal menos amenazador y frustrante. Imaginemos lo que supone tener en frente un diplodocus de 30 metros de longitud, la amenaza que conlleva si queremos sentirnos mínimamente libres.

Cuando despertó, cuando despertaron, la realidad seguía allí. El problema es si la realidad es el dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso o un animal menos amenazador y frustrante. Imaginemos lo que supone tener en frente un diplodocus de 30 metros de longitud, la amenaza que conlleva si queremos sentirnos mínimamente libres.

Bastantes catalanes, el pasado martes, al comprobar que no se proclamaba de forma clara y rotunda la secesión, sintieron que el diplodocus seguía allí. Algunos que trabajan en el campo se llevaron esa tarde la radio como compañera, otros cerraron antes la empresa, todos conectados al móvil. La independencia no fue declarada, pero sí suspendida por el presidente de la Generalitat. Frustración y rabia.

La realidad seguía allí. 540 empresas han cambiado de domicilio porque no quieren estar donde no hay seguridad jurídica. Cataluña se ha quedado sin grandes bancos, el gran destino turístico que es Barcelona ha visto caer de forma drástica sus reservas. La gran burguesía que “hizo el país” y que tan ambigua había sido durante tanto tiempo pedía echar el freno. El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, reclamaba que se respetase el orden constitucional. Horas más tarde el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, dejaba claro, una vez más, que no quería una Cataluña independiente, porque no quería una Europa de 98 Estados. Porque –Juncker no lo dijo explícitamente, pero todos los sabemos– la construcción europea ha sido, con todas sus limitaciones, el esfuerzo más inteligente que se haya hecho nunca para superar ese espejismo que es el nacionalismo, el que llevó a millones de jóvenes a alistarse en varias guerras como si fueran al paraíso, el que luego los dejó muertos, mutilados de alma y cuerpo en el fondo de las más oscuras trincheras.

¿Por qué esos vientos del nacionalismo vuelven a soplar con fuerza en Europa? La carta de la CUP, la formación anticapitalista en la que se apoya la Generalitat, pidiendo ya la república catalana permite entender el proceso. Está en juego, decía la misiva, la posibilidad de ser feliz. “Seguiremos –afirmaban– sin apoyos de mercados y estados, seguiremos sin grandes riquezas naturales y sin poderes económicos que nos den apoyo, pero lo haremos con la gente y con sus esperanzas y con toda su dignidad”.

Es necesario autodeterminarse de la realidad, de esta España y de esta Europa, de sus mercados y de sus estados, para que la esperanza se cumpla. Este es el problema de fondo. Como relata el libro de los Jueces, a la muerte de Josué, vino una generación que no conocía la obra de la liberación de Egipto y la travesía del desierto. Ha muerto Josué y a buena parte de la nueva generación europea no se la ha educado en una tradición viva que sustente la democracia, esa tradición que daba el coraje para admitir las imperfecciones y en la que se funda la democracia. Su lugar lo ha ocupado una ideología liberal, a veces socialdemócrata, que lo llena todo con estados y mercados, con burocracias y con administraciones impersonales, con intereses convertidos en los únicos motores de la historia. Una ideología en la que no cabe el protagonismo personal. Todo tiende a estar invadido por un voluntarismo asfixiante y sin horizonte en lo personal, y por una pasividad cínica y rencorosa en lo público. La realidad es un gran diplodocus, una fuente de frustración, si no existe la experiencia de una construcción concreta (en la carrera profesional, en el servicio público, en las empresas, en el voluntariado) que dé cauce a la intensidad realista del deseo. Sin esa experiencia en la que la realidad aparece limitada, sí, pero también rica, poblada de rostros que ensanchan la vida, de cambios posibles, de diálogos, llena de una fecundidad paciente que hace amar el instante; sin eso, por fuerza, es necesario matar al dinosaurio. Y asociar la dignidad a un análisis moralista y al sueño sin prenda de lo que vendrá.

Falta el respeto a la ley y al Estado, sí. Pero la crisis ha desvelado que falta la percepción de que la realidad, tal cual es, no te toma el pelo. La voluntad de independencia a cualquier precio y el nacionalismo surgen por un uso de la razón que no reconoce positividad alguna en lo real. Hay, por eso, que escapar. Hacia un mundo en el que no estén los otros. No se responderá al desafío, en toda su profundidad, con banderas de diferente color o con invocaciones a una historia que para muchos es una pieza de museo, un pretexto para la dialéctica. No se reconoce de forma mecánica que estar con los otros, convivir con la diferencia, abrirse a lo universal a través de las circunstancias y de la historia en la que uno ha venido al mundo sea algo positivo. Durante demasiado hemos dado por descontado ese pilar de la democracia. Ahora está claro que es necesaria una educación. No solo una educación en el patriotismo constitucional, en la adquisición de más datos o en más empatía sino una educación personal y social que nos vincule a todos más con lo que tenemos entre manos. Que nos haga reconocer y experimentar que eso tan concreto no es una condena sino una promesa.

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