África o la hipocresía
Al hablar solemos usar expresiones como “bomba de relojería”, “eje de la balanza del nuevo orden mundial”, pero a pesar de estos epítetos tan cargados de significado de África nunca se habla lo suficiente. Ni siquiera cuando los países del G20 se ponen a debatir sobre su desarrollo, como la semana pasada en Berlín, un hecho que pasó casi inadvertido.
En cambio, habría que tenerla siempre presente y vigilar lo que los gobiernos de los países más ricos del mundo pretenden hacer para afrontar las tensiones sociales, económicas y demográficas del continente negro (en 2050 su población se doblará, llegando a 2.500 millones), pero también las enormes oportunidades que podría ofrecer, sobre todo a sus propios habitantes.
Lo más preocupante es el progresivo neocolonialismo que sigue presente en África. Diez países ricos en recursos absorben el 72% de las inversiones europeas (como Egipto, Marruecos, Nigeria, Kenia y Sudáfrica), mientras que “países frágiles” como los del África subsahariana (Costa de Marfil y Ghana) o Tanzania, Etiopía, Mozambique se quedan totalmente descuidados, abandonados al hambre y al subdesarrollo.
Según un informe de Ernst & Young (mayo 2017), las inversiones directas extranjeras en África en 2016 crecieron un 31%, llegando a 94.000 millones de dólares. Las europeas, que en los últimos años llegan un poco a corriente alterna, alcanzarán los 48.000 millones de euros en 2020 (el último dato de 2015 es de 30.900). El primero inversor en África (36.000 millones, +38%) ha sido en 2016 China, cuyo presidente Xi Jinping ha anunciado que quiere llegar a 60.000 millones al año en sus inversiones en el continente. Por lo tanto, las inversiones crecen por todas partes, ¿pero para hacer qué?
Resulta especialmente emblemática la actitud de China. El país del dragón no lleva a África tecnología ni educación, ni promueve el flujo de jóvenes estudiantes africanos a China. La renta “distribuida” es en gran parte para “mano de obra”, explotación de los recursos mineros de África (petróleo, uranio, metales, etc) a un precio bajísimo, intervenciones en la construcción, por ejemplo en la realización de megaestadios de fútbol en muchas ciudades africanas, como Kinshasa en el Congo).
Por si no fuera suficiente, la explotación de los recursos naturales por parte de los países desarrollados se suele pagar con armas que llegan a manos de los tiranos o rebeldes de turno, que siguen garantizando la continuidad de intereses neocoloniales. África se ha convertido en el mercado privilegiado para la exportación de armas de las industrias occidentales y asiáticas.
El periodista Massimo Fini comentaba con ingenio que el colonialismo clásico “se limitaba a conquistar territorios, pero luego las comunidades de colonizadores y colonizados permanecían separadas, estos últimos seguían viviendo como siempre habían vivido, con sus tradiciones, valores, socialidad, economía”. En cambio, el neocolonialismo, el colonialismo económico, “necesita conquistar mercados y por tanto alterar los valores, las costumbres, los hábitos, las instituciones, el estilo de vida de los indígenas para que se plieguen a nuestras costumbres. Las poblaciones africanas se han visto obligadas a abandonar la economía de autoconsumo con la que habían vivido y prosperado durante siglos y milenios, para integrarse en el mercado global. Ahora exportan algo, pero las exportaciones no bastan ni de lejos para colmar el déficit alimentario que se ha creado de esta manera”. Por tanto, no puede ser causa de sorpresa que hace unos años, durante un G7, los siete países más pobres del mundo organizaran una contra-cumbre que pedía que ya no les ayudaran más.
¿Cómo se puede replantear de manera eficaz la relación entre África y los países ricos? Una relación virtuosa no puede establecerse más que según la perspectiva de un desarrollo local equilibrado, respondiendo a las necesidades reales de las comunidades y respetando sus tradiciones. La ayuda solo es tal cuando respeta el desarrollo natural de un modelo socioeconómico formado por personas: la educación y la instrucción de personas y comunidades para que se doten de instrumentos que les permitan afrontar sus necesidades, la formación profesional y pequeñas actividades empresariales realistas que respondan a necesidades reales. No porque lo pequeño sea lo bueno, se puede hacer lo mismo a gran escala, aliándose con los pueblos en vez de explotarlos.
Continuar el camino emprendido, en el que unos pocos africanos se hacen cada vez más ricos y el resto de la población se queda en los umbrales mínimos de la supervivencia, o volver a tomar el camino de la gratuidad y del verdadero desarrollo. Esta es la alternativa de los próximos años, que medirá nuestro grado de civilización.