Adiós a Georg Ratzinger

Mundo · Federico Pichetto
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6 julio 2020
Primeros años noventa del siglo pasado. El majestuoso coro de la catedral de Ratisbona que acompaña la imponente melancolía de la música de Bach en la Pasión de Mateo acaba de sonar ante el crucifijo que ocupa la nave central cuando, entre la suave luz de las vidrieras góticas, asoma la figura de Georg Ratzinger. La mirada firme y decidida del anciano director del coro parece atormentada por la búsqueda de lo sublime mientras otros tormentos, en ese mismo momento, afligen a su hermano menor Joseph en la lejana Roma, donde se enfrenta a las crecientes desviaciones de la fe, que muestran una incapacidad cada vez más evidente de las palabras de la doctrina para mover los corazones.

Primeros años noventa del siglo pasado. El majestuoso coro de la catedral de Ratisbona que acompaña la imponente melancolía de la música de Bach en la Pasión de Mateo acaba de sonar ante el crucifijo que ocupa la nave central cuando, entre la suave luz de las vidrieras góticas, asoma la figura de Georg Ratzinger. La mirada firme y decidida del anciano director del coro parece atormentada por la búsqueda de lo sublime mientras otros tormentos, en ese mismo momento, afligen a su hermano menor Joseph en la lejana Roma, donde se enfrenta a las crecientes desviaciones de la fe, que muestran una incapacidad cada vez más evidente de las palabras de la doctrina para mover los corazones.

Georg y Joseph crecieron juntos a la sombra de una cítara que tocaba su padre, como queriendo recordar a los dos hermanos que algo que no es capaz de “mover” tampoco puede aspirar a “enseñar”. Si para Joseph, el teólogo, esto siempre supuso la búsqueda de una fe sencilla que mostrar a aquellos que se adentraban en el nuevo milenio, para Georg, el músico, la trampa se escondía justo en el tercer polo de la tríada ciceroniana, el “delectare”, donde veía el riesgo de la música sacra contemporánea que él estigmatizaba como destino de cualquier canción “moderna”, buscando por el contrario en la profunda inquietud de Mozart y Bach la auténtica clave de su propio ministerio.

Tocar no para gustar sino para despertar. Al principio parecía casi imposible arrogarse una tarea semejante en una época tan proclive al sentimentalismo, pero hasta en los años más oscuros –como soldado reclutado en la Wehrmacht, “liberado” por los aliados y encarcelado en Nápoles– las notas del órgano que aprendió a tocar a los once años compusieron en la mente de Georg una sólida base de la que partir constantemente para poder mirar hacia adelante, a la misericordia de ese Dios por el que siempre se sintió amado y buscado.

Esta firmeza en su fe, este brillo en sus ojos fue lo que empujó a su docto hermano Joseph por el mismo camino, que les llevó juntos al sacerdocio el mismo día en una lejana tarde de junio de 1951. La pregunta de Georg, su perenne insatisfacción y melancolía, se convirtió así para Joseph en puerto seguro para toda certeza conquistada racionalmente, hasta el punto de que para el teólogo bávaro el logos ya no podía calificarse como un razonamiento abstracto formal sino que era necesariamente una Persona, el Verbo de Dios. En el Verbo, lo divino y lo humano, la certeza y la pregunta, el cielo y la tierra, se encuentran sin confundirse ni distinguirse. La grandeza del Dios cristiano reside justamente en el hecho de que Él no necesita apagar el deseo para poder reinar sino, por el contrario, viene al mundo para que ese deseo brille en todo su esplendor.

A los hermanos Ratzinger les encantaba hablar  de esto en sus habituales encuentros y por eso, por un pensamiento tan fresco y verdadero, el joven teólogo estuvo desde el principio entre los acompañantes de su obispo en el Concilio Vaticano II, para luego convertirse en arzobispo de Múnich y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Mientras tanto, su hermano músico crecía en su búsqueda de la Belleza más allá de todas las cosas y se convertía en director de los Regensburger Domspatzen, los “Gorriones de la catedral de Ratisbona”, el coro juvenil que guió con pasión e inteligencia de 1964 a 1994. Abriendo sus corazones al amor de Dios como los hermanos capadocios Basilio y Gregorio en el siglo IV, los Ratzinger se convirtieron en el lugar donde el pecado de Caín era visiblemente rescatado por la gracia de una custodia mutua que se declinaba en viajes, conversaciones, oraciones y encuentros. Hasta aquel mes de abril de 2005, cuando Georg quedó profundamente turbado al oír el nombre de su frágil compañero del camino de la vida bajo el nombre de Benedicto. Un poco enfadado y deprimido, según reconoció él mismo, aceptó la nueva situación y no dejó de llevar en su corazón a su hermano menor, el teólogo convertido en Papa.

No fue casual que precisamente en Ratisbona Joseph tuviera uno de sus discursos más decisivos. Tan cierto como que el logos no era una mera abstracción, también era verdad que Dios había puesto ese logos como cauce para su acción, por lo que se podía decir, sin miedo a ser desmentido, que lo que iba en contra del logos, como la violencia, iba en contra de Dios. Una de las cumbres de la cultura occidental se había visto alcanzada y narrada en el querido lugar de una familia donde la música de Georg aún podía proteger las palabras de Benedicto.

La renuncia de 2013 y la enfermedad de Georg marcaron el resto. Cada vez menos unidos visiblemente, los dos hermanos parecían en cambio estar reforzados y aún más unidos en una comunión que no es la de las cosas sensibles sino un don de Dios, la imagen trinitaria de un destino escrito para todos.

A la luz de esto se puede leer y entender la última profecía: el anciano papa emérito que percibe que su hermano va a dejar este mundo y se precipita, violando los protocolos que él mismo había establecido para la figura inédita del emérito, hacia su amada Alemania, de camino a casa, para despedirse de él. El último viaje, el último encuentro, el Misterio que se cumple. El pequeño Joseph pasa de protegido a protector, de custodiado a custodio, y acompaña a su hermano al umbral del cielo. A los pocos días del regreso a Roma de Benedicto, Georg se apagó con la generosidad de quien va a preparar un lugar para ambos, con la pasión de quien ha culminado, con su inquietud por la Belleza, todo el camino que separa a cada hombre del Amor. Acaso convencido de haber sido siempre “el otro”, el hermano del famoso e importante, pero sin darse cuenta de que su música era capaz de despertar a las estrellas. Aún hoy, más de uno está dispuesto a admitir que al final de aquel concierto de la Pasión de Mateo, aquel día a principios de los años noventa, no solo el público sino hasta el gran crucifijo de la nave central dejó caer una secreta lágrima de gratitud. Como esas lágrimas que acompañan a todos los grandes que, con su humanidad, hacen más humana la tierra y acompañan a todos, también a los Papas, por el sendero que cambie el mundo y que, inevitablemente, abre de par en par las puertas del paraíso.

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