Acoger no significa agitar a las masas
“Debemos crear puentes, pero los puentes se hacen con inteligencia, se hacen con diálogo, con integración. Europa debe desarrollar urgentemente políticas de acogida e integración, de crecimiento, de empleo, de reforma económica… Todas estas cosas son puentes que nos llevarán a no levantar muros”, explicó el Papa Francisco respondiendo a una pregunta que le hicieron durante la rueda de prensa en el avión de Lesbos a Roma. La cuestión merece profundizar mucho en ello. El ya habitual llamamiento del papa a no construir muros sino puentes es demasiado importante para resignarse a vaciarlo reduciéndolo a retórica vacua, o a que sea manipulado en función de proyectos políticos que no tienen nada que ver con esto.
Fiel a su tarea de alta guía moral, al visitar Lesbos el Papa Francisco ha querido reclamar evidentemente la responsabilidad de quienes pueden intervenir para poner fin a un éxodo que ya se ha convertido en una gran emergencia humanitaria, la emergencia del siglo XXI. Al llevarse consigo a tres familias de refugiados que se encontraban allí ha querido realizar, como es propio de él, un gesto al mismo tiempo simbólico y clamoroso. Aunque no es este el lugar para profundizar demasiado en ello, al menos conviene señalar el gran significado ecuménico de este encuentro, en el, junto a Francisco, ha participado el patriarca de Constantinopla, Bartolomé, y el arzobispo de Atenas y de toda Grecia, Ieronymos. Aunque no faltan precedentes de encuentros históricos entre el Pontífice y el Patriarca, y entre sus predecesores, hasta ahora un arzobispo de Atenas, jefe de una de las iglesias ortodoxas más importantes y también menos disponibles al diálogo con Roma, nunca se había encontrado con un Papa.
Pero volvamos al tema de las migraciones masivas hacia Europa y nuestra responsabilidad al respecto como ciudadanos europeos. Existen varias maneras posibles de reducir el reclamo del papa Francisco con su visita a Lesbos y con los gestos que allí hemos visto. Una de ellas, por desgracia presente en muchos ámbitos del voluntariado católico, consiste en interpretarla (esperemos que de forma inconsciente) como el método de la “agitación” de antigua matriz marxista-leninista. En virtud de este método, el problema no se plantea con el objetivo de afrontarlo, y posiblemente resolverlo tampoco. Más bien solo se denuncia, y si es posible se empeora, para servir a fines de deslegitimación general de quienes tienen responsabilidades de gobierno. Siendo este el objetivo, los que están en el campo deben hacer todo lo posible no para mejorar la situación sino más bien para empeorarla. Otra manera de reducir el reclamo del Papa es instrumentalizarlo poniéndolo al servicio del proyecto político de los que ven en la activación de los flujos migratorios indiscriminados e incontrolados un medio de fragmentación de la sociedad europea y de su identidad cultural, abriendo así otro camino hacia una nueva etapa revolucionaria.
No hace falta decir que obviamente no son estos los caminos que el papa Francisco nos invita a seguir. La suya es una invitación a actuar para que construir puentes “con inteligencia” llegue a ser posible gracias a “políticas de acogida e integración, de crecimiento, de empleo y de reforma económica” adecuadas. El problema es gigantesco, tanto por dimensiones como por complejidad. En su raíz se ha consolidado una razón estructural. Se trata del enorme desequilibrio en el nivel de vida, y por tanto en la calidad de los servicios, entre países que, por otro lado, los actuales sistemas de telecomunicaciones y transporte han acercado e interconectado. Sin menospreciar las respuestas de emergencia, a largo plazo la solución del problema no puede ser tener constantemente abierta la Unión Europea a flujos migratorios espontáneos y por tanto ingobernables por naturaleza.
Además, los países más pobres suelen ser víctimas de crisis y guerras que se suman a la escasez de recursos y por tanto de calidad de vida, que ya de por sí constituyen un poderoso motivo para el éxodo de los que se lo pueden permitir, es decir, de aquellos que son relativamente más ricos y cultos. De modo que estas migraciones no controladas terminan privando también a los países más pobres de recursos humanos y profesionales que, si tuvieran motivos para quedarse en su país, podrían ofrecer una contribución muy útil para su desarrollo.
También podemos observar que algunos grupos de interés se han posicionado con firmeza a favor de las armas y de la guerra no solo en el hemisferio norte, en el mundo desarrollado, sino también en el hemisferio sur. Hay ricos y pobres tanto en un lado como en otro, y eso complica aún más las cosas. Aun sin ser la causa estructuras de estas migraciones espontáneas masivas, las guerras son igualmente su detonante. Por tanto, si las grandes potencias no se ponen de acuerdo para poner fin a la guerra en Siria y a otros conflictos, estos éxodos nunca podrán acabar. El proceso de reequilibrio del desarrollo, por tanto, no será rápido ni fácil, implica responsabilidades que no solo incumben a los países más ricos sino también a los gobiernos y a las clases dirigentes de los países más pobres. La corrupción de estos grupos de poder es tal que hace casi imposible en este momento una política eficaz de ayudas públicas al desarrollo. Si además todos estos aspectos del problema no se afrontan juntos, nada podrá detener estos éxodos masivos del sur al norte del mundo, con todas las tragedias que les acompañan.