Abuela
Hace unos años, cuando los veranos eran casi eternos, había una conversación que se repetía siempre a finales de agosto o principios de septiembre sentados en la arena de la misma playa. Los primos mayores ya habíamos cumplido todos los veinte y empezar un nuevo curso cada vez daba más vértigo. Entonces mi tía nos decía que estábamos en una década fascinante en la que cambiarían muchas cosas. Acabaríamos nuestras carreras, nos independizaríamos, incluso nos iríamos a vivir a otras ciudades o países, entraríamos en el mundo laboral, nos compraríamos la primera casa o el primer coche, nos casaríamos y les haríamos abuelos. También para ellos la cincuentena sería impresionante porque nos verían hacer todo eso.
Lo que no nos dijimos nunca es que durante estos años íbamos a ver envejecer a los abuelos, a veces de un día para otro. Y preguntarnos si la promesa de que la vida va a más es también cierta cuando la vida va a menos.
Es paradójico que la persona que te ha cuidado cuando tus padres no estaban, que te ha enseñado rincones de Madrid que no conocías, que ha preparado los mejores platos que has probado nunca, especialmente para ti, que ha rezado por cada uno de tus exámenes y se ha alegrado de tus logros más que tú, que te ha abrazado aunque te portaras mal y que ha hecho de su casa un hogar seguro en el que descansar; te pida con los ojos desde su sillón que seas tú quien le cuide ahora.
Y de pronto los papeles se cambian y es ella la que depende, y te ves enseñándole cosas que no conocía, controlando lo que come, rezando por sus pruebas médicas o alegrándote cuando por fin acepta salir con bastón a la calle después de varios días ingresada.
Pero hay una cosa que no cambia, y es que la madre –la abuela– sigue siendo ella. Hay un punto de autoridad en su fragilidad. Dice Jesús Montiel en Lo que no se ve que las manos de su abuela cambian el mundo, las de la mía también.