Abrahán y el deseo de un ´nosotros´ en recíproca armonía
Es un esfuerzo plurimilenario el que ha hecho la humanidad: crear sistemas y procedimientos para potenciar la realidad natural superponiéndole sus propios mecanismos, que no se encuentran como tales en la naturaleza. Así, se llega a un continuo replanteamiento de la naturaleza según modelos siempre nuevos, cada vez más complejos.
Así fue con las invenciones tecnológicas, empezando por las de la más lejana edad de piedra. Hasta las herramientas más primitivas nos muestran esta capacidad en acto. No se crearon ad hoc para responder a necesidades contingentes, como sucede con los animales. Hasta las mazas más rudimentarias, de hace dos millones de años, tenían algo de sistémico, algo que anticipaba eventualidades no presentes, ni previstas.
Y así fue, desde entonces, incluso en los sistemas sociales más elementales. Un cráneo procedente de Dmanisi, situado en la Georgia caucásica, nos muestra cómo vivía esta persona durante al menos dos años, antes de morir a la avanzadísima edad de casi 35 años, completamente sin dientes. Lo que quiere decir, entre otras cosas, que se trataba de un individuo muy frágil, difícilmente capaz de sobrevivir por sí solo. No fue abandonado ni rechazado por el grupo en que vivía, por exiguo que este pudiera haber sido. Al contrario, fue ayudado, durante todo el largo periodo en que, desdentado, tuvo que afrontar la fatiga diaria del vivir.
La historia de la convivencia humana, desde aquellos antiquísimos momentos, se basa en dos tendencias opuestas. Una centrífuga, por la que los individuos quieren poner a un lado la singularidad y construir un sistema que absorba lo particular en una amplia estructura funcional: este objetivo, la función como tal, se convierte en medida de la relación. La otra tendencia, centrípeta, pone en el centro al individuo y quiere afirmarlo como motor unilateral de la relación con los demás, subordinando la funcionalidad a la riqueza del reconocerse mutuamente.
La historia de Abrahán nos ilustra un momento crucial en este desarrollo. Por un lado vemos el mundo mesopotámico, que representa el culmen de ese desarrollo que empezó con los hombres más antiguos y culmina en la revolución urbana y la creación del estado, que precisamente en Mesopotamia se manifestó por primera vez en toda su plenitud. Es el triunfo del funcionalismo. Marca el inicio de la civilización. Pero marca también, lo cual es muy significativo, el inicio de la esclavitud, la extrema funcionalización de los seres humanos. En contraste con el mundo urbano-estatal mesopotámico, vemos cómo se formó eso que podemos llamar un contra-estado, es decir, un sistema tribal que se reconoce en la descendencia de un antepasado común, que permite construir la entidad social en clave de un parentesco (real o supuesto), y no en función de una ciudad-estado. Abrahán se propone en la narración bíblica como emblemático fundador de esta nueva comunidad, es decir, una forma de vivir juntos que reconoce una dependencia del conjunto del individuo, en una fórmula que se refleja en la ciudad-estado.
Pensemos en esa especie de documento ideológico fundante que es el relato de la creación. En la narrativa mesopotámica, el objeto principal de este evento constitutivo es la ciudad: los seres humanos que allí residen solo son un ingrediente secundario añadido después, anónimo. En la narrativa bíblica, el objeto es en cambio la pareja humana, personalmente constituida y concebida como un conjunto dialógico que da forma a la comunidad.
Todo esto tiene una resonancia muy elocuente en nuestro mundo contemporáneo. Las dos tendencias opuestas nos acompañan más que nunca. La funcionalización del sistema social se extiende en fases cada vez más inclusivas de todos los aspectos de nuestra existencia humana. Ya se hable de globalización, de industrialización, de digitalización, tendemos a potenciar a niveles cada vez más altos y opresivos el papel del sistema.
La respuesta no puede ser la de buscar refugio en un mundo imposible, ingenuamente inmune del sistema. No solo es posible sino también necesario desarrollar aún más la globalización y lo demás. El desafío totalmente acorde con nuestra mejor sensibilidad es el de conjugar hasta los vértices más extremos de la funcionalización con la salvaguarda de la persona en su realidad más profunda.
La subsidiariedad es un componente esencial de la respuesta a este desafío. Quiere decir luchar por la afirmación concomitante del sistema y del individuo. En el fondo, es la respuesta que la Iglesia propone desde siempre. Una comunidad orgánica, es decir, que funciona como un organismo donde cada componente considera la dignidad última del propio ser, necesario como tal para la relación con los demás para contribuir al pleno funcionamiento del organismo.
Podemos pues imaginar una profundización en la historia de Abrahán, dedicada al nacimiento del nosotros, un “nosotros” concebido como un yo más grande y un tú más grande, en recíproca armonía. Esa relación orgánica donde tú y yo construimos un sistema plenamente funcional, nada que ver con un sistema anárquico, sino cada vez más un sistema, un organismo, que da todo el espacio a la dinámica de la persona concreta, que da y que recibe, en una clave subsidiaria a la estaticidad del sistema.