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A Woody le faltan las cosas

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25 noviembre 2013
Woody Allen ha vuelto a hacer cine serio, lo que es de agradecer. Su última película Blue Jasmine pone fin a la saga europea de los años pasados que nos ha dejado cintas superficiales, meros juegos estéticos para enseñar, de fondo, las ciudades más conocidas del Viejo Continente.

Woody Allen ha vuelto a hacer cine serio, lo que es de agradecer. Su última película Blue Jasmine pone fin a la saga europea de los años pasados que nos ha dejado cintas superficiales, meros juegos estéticos para enseñar, de fondo, las ciudades más conocidas del Viejo Continente.

El director casi octogenario no solo hace buen cine por sus tiros de cámara clásicos y por su  buen montaje. La fuerza está en el guión, en los personajes. Jasmine (una estupenda Cate Blanchet) se refugia en casa de su hermana, en San Francisco,  después de haber llevado una vida de lujo. Cómplice silenciosa de los fraudes de su marido,  al que acaba denunciando, no le queda dinero para mantener un status que considera imprescindible. Intenta rehacer su vida, no lo logra con sus fuerzas y cuando parece que el amor la va a redimir, su propia mentira acaba derrotándola.

Algunos han querido ver en Blue Jasmine una crítica al ídolo del éxito que tanto persiguen los estadounidenses. El miedo a convertirse en un perdedor está tan enraizado en el país  que genera neurosis.

Sin duda hay denuncia social en la cinta. Pero lo más interesante no es el retrato sociológico sino su capacidad de describir  ese drama tan cotidiano al que nos enfrentamos todos.  La protagonista quiere salir de su postración pero parece condenada a repetir una vez tras otra los mismos errores. El espectador sufre esperando un cambio que no llega. Y la última secuencia es prácticamente semejante a la primera: una mujer madura, guapa y sola que repite, casi enajenada, las afrentas que ha sufrido. Con realismo se describe lo inútil que son los propósitos y el voluntarismo para proporcionar algo nuevo. Allen sabe bien que el pelagianismo de medio pelo que domina  nuestra cultura no puede ser la solución. No es verdad. We can`t. No,  no podemos salir del círculo vicioso en el que nos meten nuestros esfuerzos. Pero esa elemental sabiduría parece convertirse en un determinismo propio de la tragedia griega. Del We can´t al  no way out. Del no puedo, al no hay salida.  

Es un buen retrato postmoderno muy lejano al optimismo de otras épocas. La libertad tan herida, tan insuficiente, que parece la fuente de una condena. El ciclo se repite generando en cada vuelta más escepticismo, más destrucción. No se puede ir deprisa al  responder a esta pregunta que parece dejar Blue Jasmin.  

Es una cuestión  que no se resuelve  sólo definiendo con más o menos precisión cómo es la libertad humana. Hasta dónde está dañada y dónde sigue sana. Sin duda es conveniente recordar que nunca el perjuicio es tan grande como para impedir reconocer lo que merece la pena y ponerse en movimiento. Pero la ecuación tiene que despejarse  en el terreno de la experiencia, en la vida práctica,  y pasa por recuperar  el sentido de las cosas.

A Jasmin, como a todos nosotros postmodernos,  lo que nos faltan son las cosas. Los árboles de la calle, la solidez expresiva de las piedras, la sucesión de los días, la contundencia de los otros, la misteriosa insistencia que nos hace  aparecer vivos mañana tras mañana, las punzadas que claman desde dentro –más de lo que nos gustaría- por una justicia y por una satisfacción que no sea solo de un momento.  Las cosas están ahí pero no las vemos porque las encerramos en nuestro laberinto donde no sucede nada.  Si tuviéramos noticia de ellas  sentiríamos su irrefrenable atracción: la que puede tirar de nuestra libertad  hacia fuera y  hacia arriba.  La energía para el cambio siempre viene de fuera. Alguien tiene que ayudarnos a mirar bien.

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