A riesgo de acabar en el cementerio de elefantes

Mundo · Stefano Cingolani
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20 mayo 2014
Por primera vez, las elecciones europeas no solo servirán para elegir a los miembros del Parlamento sino también para dar una indicación de cara a la elección del presidente de la Comisión, lo que supone dar un paso adelante  hacia una mayor democracia. Se podrán y tendrán que dar más, pero al menos es posible confrontarse a con un rostro y un nombre para verificar si cumple sus promesas.

Por primera vez, las elecciones europeas no solo servirán para elegir a los miembros del Parlamento sino también para dar una indicación de cara a la elección del presidente de la Comisión, lo que supone dar un paso adelante  hacia una mayor democracia. Se podrán y tendrán que dar más, pero al menos es posible confrontarse a con un rostro y un nombre para verificar si cumple sus promesas. Los candidatos más importantes son tres: el luxemburgués Jean-Claude Juncker por el Partido Popular, Martin Schulz por el Partido Socialista, y Guy Verhofstadt por el Grupo Liberal.

La verdadera competición se da entre los dos primeros, con los populares aventajados. Aunque las novedades de verdad llegará por parte de los outsider, empezando por Marine Le Pen en Francia, seguida de Geert Wilders en Holanda, Nigel Farage en Gran Bretaña, Beppe Grillo en Italia, y Alexis Tsipras en Grecia. Ninguno de ellos puede (ni quiere) tomar una posición digamos de gobierno. Serán la gran y variada oposición al euro, y en el caso británico también a la Unión Europea. Pero harán también las veces de caja de resonancia para el vasto movimiento de indignación y protesta contra el modo en que la UE ha gestionado la crisis, sobre todo la del euro, que estalló en 2010 con el colapso griego. En ese caso, ninguno de los tres magníficos tiene mucho de lo que presumir.

Juncker representa, lo quiera o no, a la ortodoxia renana que predomina entre los populares, dada la gran influencia de los demócrata-cristianos alemanes. Ha estado al frente del Eurogrupo, el club de los ministros de economía y finanzas y en 2008 estuvo entre los promotores de la emisión del eurobono. Una buena idea que debía ir acompañada de una coordinación de las políticas fiscales y de una política monetaria expansiva. Tras el no de Alemania, la propuesta desapareció. Actualmente, con el pacto fiscal, ha cruzado la línea ortodoxa en relación a los presupuestos públicos y con Mario Draghi el BCE se mueve con un poco más de flexibilidad, aunque sigue vetado el camino de los eurobonos, instrumentos para financiar de forma compartida y solidaria no las antiguas deudas públicas sino el nuevo sueño de Eurolandia. Además, durante el infausto periodo Sarkozy -Merkel, Juncker hizo de mediador sin hacerse notar, quedando siempre en segundo plano tras la pareja que protagonizó tantos pasteleos, como cuentan las memorias de Tim Geithner, secretario del Tesoro americano.

En cuanto al belga Verhofstadt, dice ahora que Manuel Barroso “se equivocó al dar demasiado poder a Merkel”. Lo cual sin duda es cierto, pero todos le siguieron en el error. Nadie niega el pedigrí europeísta del ex primer ministro belga que en 2010 fundó junto al verde Daniel Cohn-Bendit el Grupo Spinelli para relanzar la integración europea. Los liberales tienen ideas más innovadoras que los populares y los socialistas por lo que respecta a la competencia, pero las barreras a la creación de un verdadero mercado interno europeo en todos los campos vienen de franceses y alemanes, que se atribuyen a sí mismos la etiqueta de “motor europeo”. Quienes creen en la Unión Europea y en el mercado nunca han hecho nada verdaderamente útil para acabar con este duopolio político neo-proteccionista.

El alemán Schulz ha sido el único en criticar la obsesión por la austeridad que ha caracterizado a su país. Pero tiene varios puntos débiles. Desde el punto de vista personal, es sin duda una persona expansiva, casi charlatana, que dice muchas cosas, incluso demasiadas. Sus polémicas tienen un amplio espectro: con Silvio Berlusconi desde 2003, con Jean-Marie Le Pen, con el progresista Cohn-Bendit, que en su opinión había sido demasiado duro con Barroso. Sin embargo, resulta difícil encontrar su impronta en las propuesta clave para la vida de la UE. Su segunda debilidad se refiere a su familia política: los socialistas no se han distinguido en estos años por ser portadores de una política económica y social distinta. Geithner cuenta cómo la administración Obama insistió mucho para que la UE respondiera a la crisis del euro no con recortes generalizados sino con políticas específicas y, sobre todo, con una extensión de la propuesta por parte de Alemania. Pero el SPD, el partido socialdemócrata alemán que constituye la columna vertebral del grupo socialista europeo nunca atendió la invitación americana ni promovió propuesta en ese sentido, con la excepción del salario mínimo de las últimas elecciones. Resumiendo, hay una debilidad llamémosla nacional. Con estas premisas, ¿cómo poner al frente de la Comisión a un político del país que se identifica con los desastres de la austeridad impuesta, perinde ac cadaver?

Con todo esto, está emergiendo una hipótesis alternativa, sobre todo si ninguno de ellos alcanza un consenso lo suficientemente amplio como para escapar de toda duda. La idea es presentar la candidatura de Christine Lagarde, actual directora del Fondo Monetario Internacional y ex ministra de Economía durante el primer mandato de Sarkozy. A su favor no solo juega el género (la moda va a favor de las mujeres en política), sino el hecho de que en 2008, cuando estalló la gran crisis, propuso una solución en sintonía con la propuesta por los Estados Unidos, un fondo europeo de intervención. En el FMI, gracias también al economista Olivier Blanchard, ha realizado una reflexión sobre los excesos y errores del rigor teutónico, no para refutar la consolidación de los presupuestos y la reducción de las deudas, sino para hacerlo relanzando la economía y no deprimiéndola más. En otras palabras, palo y zanahoria, no solo palo. Madame Lagarde cuenta con una experiencia internacional que va más allá del Atlántico, pero tampoco podemos decir que sea una elección muy innovadora.

El mayor punto débil de esta campaña europea es que tiene lugar en el momento menos favorable para la UE, cuando las heridas no han dejado de sangrar y la crisis aún no se ha superado. Había que cambiar a los viejos líderes, los que han ocupado los papeles de primer plano con bastante ambigüedad. No me refiero a una rotación demagógica o populista sino a una renovación generacional y política, a energías frescas no comprometidas con la gestión anterior. Algunos dicen: ¿pero dónde están? ¿Por qué no han emergido aún los rostros de la nueva Europa? Son preguntas legítimas, pero la verdad es que ni siquiera los han buscado, los viejos poderosos se defienden aun a riesgo de acabar en el cementerio de elefantes.

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