A Priebke se le niega la elección de su propia fosa

Mundo · Horacio Morel
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16 octubre 2013
A los cien años de edad, murió Erich Priebke, uno de los últimos criminales nazis vivos. No fue en su Alemania natal, ni en la Patagonia Argentina –en la que vivió “disimulado” casi medio siglo-, sino en Roma, el lugar en el que su participación activa en la maquinaria genocida de Hitler le valió una tardía condena perpetua.

A los cien años de edad, murió Erich Priebke, uno de los últimos criminales nazis vivos. No fue en su Alemania natal, ni en la Patagonia Argentina –en la que vivió “disimulado” casi medio siglo-, sino en Roma, el lugar en el que su participación activa en la maquinaria genocida de Hitler le valió una tardía condena perpetua.

En la Ciudad Eterna, el entonces teniente de las Waffen-SS, junto con su colega el mayor Karl Hass, dieron cumplimiento a la orden impartida por su jefe, Herbert Kappler, de ejecutar a diez italianos por cada soldado alemán muerto el día anterior en un ataque con explosivos llevado a cabo por la resistencia partisana. Los policías militares alemanes asesinados por el ‘Partito d’Azione’ habían sido 33.

El 24 de marzo de 1944, Kappler confeccionó la lista de prisioneros italianos –de los cuales 75 eran judíos que esperaban su traslado a campos de exterminio-, y anotó 335 nombres, todos civiles, cinco más que el número ejemplificador sugerido por el Führer: obediencia debida y algunos otros como prueba de lealtad, para que quede claro que la orden era plenamente compartida y de paso congraciarse con el líder.  El comando nazi a cargo de Priebke y de Hass trasladó a los infortunados a una cantera abandonada en la Via Ardeatina, y de a grupos de cinco prisioneros ejecutaron a todos ellos con sendos disparos en la nuca.  El horrendo hecho pasó a la historia como la “Masacre de las Fosas Ardeatinas”.

Priebke, luego de la derrota alemana, se escapó del campo de prisioneros de Rimini, que custodiaban soldados británicos, con la ayuda del grupo Odessa, y con documentación falsa llegó a Buenos Aires en 1946.  Luego de unos pocos años en la capital del Plata se trasladó a San Carlos de Bariloche, en la región patagónica, donde ya nadie preguntó demasiado y hasta volvió a utilizar su propio nombre, manteniendo oculto su pasado pero no su identidad.  De hecho, llegó a ser un personaje respetado de la sociedad civil local, ya que dirigió el Instituto Cultural Germano Argentino de la ciudad, del cual dependían dos importantes institutos escolares.

Contemporáneamente en Italia, Priebke era buscado desde noviembre de 1946: en mayo del mismo año había comenzado el juicio por la Masacre, en el que se condenó a Kappler a prisión perpetua, pero el proceso contra Priebke debió suspenderse por desconocerse su paradero, hasta que en febrero de 1962 el Tribunal Militar de Roma archivó la causa, por resultar “negativas todas las investigaciones dirigidas a identificarlo y localizarlo”. Como tantos ex jerarcas nazis que se habían refugiado en Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina, Priebke había logrado escapar momentáneamente de la Justicia, pero a diferencia de la inmensa mayoría de ellos, tenía una vida semipública hasta el 6 de mayo de 1994, cuando un equipo de televisión de la ABC estadounidense a cargo del periodista Sam Donaldson lo localizó en Bariloche y lo abordó en la calle haciéndole preguntas sobre la matanza de las Fosas Ardeatinas. Donaldson llegó hasta Priebke casi de casualidad: en realidad estaba tras los pasos de otro ex agente de las SS, Reinhard Kopps, que era buscado por un caso de deportaciones en Albania durante la guerra y que vivía en Bariloche bajo el nombre de Juan Reinhard Maler.  En el marco de su investigación periodística, alguien delató al responsable ejecutor de la masacre de las Fosas Ardeatinas a quien la justicia italiana ya no buscaba desde hacía más de veinte años.  Priebke contestó a medias la inquisitoria de los periodistas que lo tomaron por sorpresa, aunque llegó a admitir haber participado del hecho y haber matado –tal vez, dijo- a una de las 335 víctimas.  Tres días más tarde llegó a la Patagonia la orden de arresto internacional firmada por el Ministro de Justicia de Italia, Giovanni Conso: Priebke fue detenido, y luego de un largo trámite de extradición no exento de un suspenso propio de un trhiller judicial, el oficial nazi llegó un año y medio después a Roma para ser juzgado.  También en Italia el proceso fue lento y lleno de alternativas jurídicas que lo dilataron, y finalmente en marzo de 1998 fue condenado a cadena perpetua, pero con la posibilidad de cumplir arresto domiciliario en Roma, del que gozó hasta su muerte el pasado 11 de octubre, a causa de su edad avanzada.

El canciller argentino Héctor Timerman, quien en estos días necesita de reestablecer su vínculo con la comunidad judía local –a la que pertenece- actualmente herido por el poco claro acuerdo diplomático con la República Islámica de Irán para el esclarecimiento del atentado contra el edificio de la mutual hebrea en Buenos Aires (caso AMIA), rápidamente dio la orden de no aceptar el traslado del cadáver de Priebke a la Argentina para ser enterrado en Bariloche junto a su esposa, tal como era la última voluntad del condenado nazista, según manifestó su abogado Paolo Giachini.  “Los argentinos no aceptan este tipo de afrentas a la dignidad humana” expresó en su comunicado la cancillería a cargo de Timerman.  Siendo que la ciudad natal de Priebke, Hennigsdorf, también se negó a recibir sus restos, no cabe otra posibilidad que enterrarlo en Roma, pese al rechazo del presidente de la comunidad judía romana, Riccardo Pacifici, y el desagrado del alcalde Ignacio Marino, quien exigió a todo evento un funeral reservado y sin manifestaciones públicas de ninguna especie.

El jerarca nazi fallecido el viernes pasado dejó un testamento político en video, difundido por su amigo y abogado Giachini, en el que no manifiesta arrepentimiento alguno por la masacre de las Fosas Ardeatinas y sostiene que el Holocausto fue una mera acción de propaganda norteamericana, al punto de negar la existencia de campos de exterminio y cámaras de gas.

La polémica en torno al entierro de Priebke despierta algunos interrogantes: ¿es justo negar el entierro a un genocida? ¿alcanza la acción de los tribunales para satisfacer la exigencia de justicia de la sociedad e impedir la comisión de nuevos crímenes?

A Priebke, que como tantos genocidas de todas partes y de todos los tiempos se erigieron en señores de la vida y de la muerte, eligiendo fosas comunes para sus víctimas, el país que eligió para escaparse le niega la elección de su propia fosa, como una ironía del destino.

El historiador turinés Giovanni De Luna sostuvo en estos días que “los cementerios son la memoria de una comunidad, y Priebke se puso voluntariamente fuera de la comunidad de Roma, por lo que es justo que sea enterrado en otra parte”, es decir, aceptando que “Priebke debe tener una sepultura, a diferencia de los nazis y tantos regímenes dictatoriales que la negaban y creaban fosas comunes, pero el pedido de la comunidad hebrea de Roma es justo… los cementerios son una cosa seria, no son depósitos de muertos, son el depósito de los valores y de las raíces de una comunidad, es allí que la comunidad va en búsqueda de su identidad.  Debemos superar la idea de que el cementerio laico, que acoge sepulturas de todas las religiones, coincida con la pérdida de los valores: también el cementerio laico tiene valores precisos.”

La muerte, como límite y misterio humano que es, debería ser la frontera de nuestros apetitos justicieros.  Es cierto que una condena tardía como la de Priebke –quien gozó prácticamente toda su vida de una libertad inmerecida- deja el sabor amargo de una exigencia de justicia insatisfecha: es mucho lo que aún debe hacerse en materia de eficacia judicial, para alcanzar el doble propósito de juicios justos y oportunos.  Pero el deseo de justicia que anida en el corazón humano es infinito, no hay sentencia por más categórica que sea que pueda satisfacerlo, ni que remedie la pérdida, el mal causado. Aunque la Justicia terrena cumpla de este lado del umbral con su noble tarea de sancionar las conductas criminales, su función educativa es relativa. La sanción penal es una instancia insoslayable de toda reparación, pero no la agota.  

Si el esclarecimiento de los hechos no lleva a desentrañar el origen de los crímenes aberrantes, a comprender por qué el hombre es capaz de hacer tanto daño, el pasado siempre puede volver.  Sólo una verdadera educación en el sentido profundo de la existencia humana, de la dignidad personal y de las exigencias que constituyen el corazón de todo hombre, es decir, de su ser religioso, puede impedir que el hombre sea lobo del hombre, y que vuelva a serlo.

Y muerto el criminal, no hay razones para entorpecer su comparendo ante el Tribunal del que no somos ni querellantes, ni defensores, ni jueces.

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