A pleno pulmón
El cuerpo sin vida de Benedicto XVI, con la casulla roja de los mártires, sigue hablando con claridad. De sus labios ahora, vuelven a salir, más nítidas que nunca, sus palabras: “por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos”. No queríamos, no queríamos, que muriera. “Sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente”. “Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos?”. San Agustín señalaba que “en el fondo queremos sólo una cosa, la vida bienaventurada, la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad. (…) No conocemos esta verdadera vida y, sin embargo, sabemos que debe existir algo que no conocemos y hacia lo cual nos sentimos impulsados”. “No conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados y no podemos dejar de tender a ello y, además, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos (…)”.
El rostro sereno de Ratzinger explica dónde está ahora: “la eternidad no es un continuo sucederse de días del calendario, sino el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Es el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo ya no existe”.
Bajo el alba blanca, las entrañas de un hombre que siempre concibió y vivió el cristianismo como la “religión del logos”. Las entrañas de un hombre que huyó de una fe irracional, y de la confusión del cristianismo con la costumbre y con la religión de Estado. El cuerpo de un hombre con más vida que nunca, que siempre fue apasionado del cristianismo de “las luces”, de la luz.
El gesto sigue siendo humilde y parece que se le adivina el deseo cumplido de ser un hombre moderno. Su testamento espiritual está lleno de agradecimientos pero no menciona a la Ilustración. Ya le había dado las gracias en otros momentos: por haber “empujado” a la Iglesia a volver a sus orígenes, a alejarse del poder. Fue la Ilustración la que hizo recuperar lo que habían enseñado los mártires con su sangre: ”murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia”.
Benedicto XVI amaba tanto la Ilustración que se enfadaba porque no hubiera sido fiel hasta el fondo a su vocación racional, porque se hubiera dejado encerrar en una razón estrecha y pequeña. Amó tanto la Ilustración que supo ver como nadie que sin el acontecimiento que le dio origen, sin el cristianismo, se hundía en su afán noble de mantener valores que se quedaban sin sustento”.
Las manos enlazadas parece que van a volver a abrirse para explicar que la libertad, la libertad de religión es “consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción (…) una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de la libertad de la fe”.
Los que rezamos ante los restos del gran Benedicto XVI escuchamos su secreto: “Tener trato con Dios es para mí una necesidad. Tan necesario como respirar todos los días. Si Dios no estuviese aquí presente, yo ya no podría respirar de manera adecuada”. Ahora respira a pleno pulmón.
Lee también: «La carta de Ratzinger es un ejemplo de responsabilidad«