Entrevista a Soledad Puértolas

´A estas horas de la vida no podemos renunciar a los milagros´

Cultura · P.D.
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21 febrero 2018
´Al entrar en la Academia yo me tenía que atrever, no siendo erudita, casi tenía que hacer el esfuerzo de llevar a Cervantes y al Quijote a mi terreno, al terreno de la creación. Siempre que se habla del Quijote, sobre todo en aquel momento y en la Academia yo pensaba eso, parece que tiene que ser en términos de mucha erudición y pensé que yo, como creadora, tenía que romper esa barrera´.

¿Se ha formado usted alguna opinión sobre el debate que se ha producido entre las mujeres sobre la campaña #MeToo, que es una campaña importante de sensibilización contra la violencia sexual, y la sensibilidad de algunas francesas que creen que es demasiado puritana?

Creo que la reacción de estas mujeres francesas me parece una carta un poco absurda. Todos sabemos lo que implica el juego de la seducción y la línea del acoso. Es una línea difícil de dibujar, pero uno la conoce. Se ha aprovechado siempre la sociedad de la dificultad de trazar esa línea, pero lo que tiene que fomentar la sociedad es el criterio de las personas para saber que esa línea está en alguna parte. Y está en todos los campos de la vida. Siempre hay líneas confusas, eso es la vida, pero este manifiesto francés me parece que es volver a confundir. Debemos tener un criterio: quién me está acosando y con quién estoy jugueteando, donde hasta cierto punto yo sé. La diferencia es clara, y no lo es a la vez, como tantas cosas en la vida. ¿Qué es robar? ¿Robar mucho, robar un poquito? La diferencia la marca uno, la marca la moral, el criterio personal. Lo importante es tener ese criterio personal que te permite saber que la persona que tienes delante no se está aprovechando de ti. Respeto y libertad, en pie de igualdad. Hay que educar en ese criterio.

Usted es una enamorada de la lengua española, siempre ha dicho que la lengua es la manera de relacionarse con el mundo, ¿estamos perdiendo riqueza?

Como en todos los momentos de la historia, se pierde y se gana. Ahora no podemos hacer un balance de lo que hemos perdido y lo que hemos ganado. Hemos ganado muchos extranjerismos, tenemos selfies y emoticonos. Pero en otras cosas perdemos. Ayer hablaba con la tendera de una floristería del término “anugar”, cuando una persona se viene abajo, se anuga. ¡Qué bonito! Pero eso se ha perdido. Hoy día, dado que se comunica mucho, que la comunicación está a un nivel muy próximo a todo el mundo, se simplifica mucho, eso es evidente.

¿La simplificación significa que nuestra relación con el mundo es menos rica, menos compleja? Usted parte del presupuesto de que lengua es igual a relación con el mundo. Menos vocabulario, otro vocabulario, escribir mal en el WhatsApp…

No tanto menos vocabulario, que también, pero lo importante es saber estructurar los pensamientos. Si el pensamiento no está estructurado, no está ligado, entonces creo que se pierde esa capacidad mental. Ligar un pensamiento con otro es muy placentero, es un juego intelectual, como jugar al ajedrez, y con la lengua, hablando, podemos estar constantemente jugando al ajedrez. La lengua ayuda muchísimo porque es nuestro vehículo de expresión y si no lo dominamos, que para empezar no se puede dominar porque es un fenómeno rico que siempre se está haciendo, cuanto menos lo manejemos, más cortos nos quedaremos en nuestra capacidad de comunicar a los demás. No vamos a ser catastrofistas, pero creo que la comunicación se ha simplificado muchísimo y eso implica una pobreza en nuestra red de relaciones superficiales.

“Aporofobia” ha sido elegida como palabra del año. Es un neologismo y supongo que en esto habrá tenido mucho que ver la intención de generar una sensibilización a favor de los pobres, pero ¿los neologismos no irrumpen con demasiada violencia en la historia de la lengua? ¿Usted es partidaria?

La verdad es que no soy muy partidaria de los neologismos, en la Academia hay mucha discusión al respecto. Hay quien piensa que en cuanto una palabra se empieza a usar hay que tenerla en cuenta y otros que pensamos que es mejor dejar un tiempo y no darle demasiada importancia porque quizá dentro de dos años ya no se diga tanto una palabra que hoy se use mucho. Yo las consideraría, pero no les daría tanta importancia.

Hay palabras de permanecen en la historia de la lengua, pero que cambian mucho de sentido, ¿qué significa eso? Cuando hoy decimos “miserable”, probablemente decimos algo distinto a lo que decía la gente en el siglo XVI.

Esto es fantástico. La palabra “generosidad”, que tiene mucho que ver con “miserable”, sería lo contrario. Una persona generosa antes era el rico, era muy generoso pero podía ser muy tacaño. Conviene ver los textos de la época, hay mucha documentación previa, mucho texto legal, actas, crónicas, que tienen mucho mérito y que les debemos mucho, porque están muy pegados a la realidad y han levantado acta del lenguaje, de las costumbres, algo que es contrario a mi manera de ser, porque yo no levanto acta de nada, pero lo agradezco mucho porque vemos entonces lo que dices. “Miserable” sería sobre todo “pobre”, y ahora se ha ido más a la metáfora, una persona miserable es una persona que no suelta prenda, que no ayuda, no presta atención a los demás, igual que el generoso es lo contrario. Es muy interesante esta evolución de lo concreto a la metáfora. Eso implica la necesidad del ser humano de manejar categorías abstractas, y eso dice mucho de nosotros.

¿Nuestra lengua se ha convertido en una lengua más de libros que oral? Hasta hace un tiempo, la riqueza de la lengua estaba en la conversación, ¿no es ahora la conversación la que empobrece y el enriquecimiento tiene que venir de los libros? ¿Qué nos ha pasado con la oralidad?

Ese es el problema. A mí no me enseñaron a hablar en público. Luego llegué a los exámenes orales que te tocan en la vida y me encontré con que no me bastaba con saber escribir, que para mí era más fácil. Pero hablar es otra cosa. Hablar es no perder el hilo mientras a la vez estás pendiente de tu voz, porque la estás oyendo. No se ha trabajado la oralidad, ni siquiera la generación que decimos ahora que hemos perdido es capacidad, porque no la hemos tenido nunca. Cuando vas a Latinoamérica, a cualquier lugar, Colombia por ejemplo, asombra lo bien que se expresan. Ves un reportaje por televisión, a una persona normal, de la calle y con unos puestos de trabajo que no son intelectuales ni políticos, ¡cómo se expresan! Le habrán dado más importancia a la oralidad. Aquí eso no se escucha y no se ha fomentado. Nos hemos metido en una civilización, en un tipo de cultura muy poco oral en ese sentido.

Su último libro, “Chicos y chicas”, es un libro de relatos, son cuentos en tercera persona, con un estilo más distante, pero que indagan en la relación entre chicos y chicas, una expresión que antes se usaba más que antes. ¿Por qué ha querido reflejar la problematicidad y riqueza de esas relaciones?

Es un tema que está siempre en todo lo que escribo, las relaciones humanas entre hombres, mujeres, chicos, chicas y el que pase por allí. Lo que siempre me ha interesado explorar en literatura no son tanto las costumbres de la época, como decíamos antes, los pequeños tics que nos delatan en el mundo en que vivimos, sino la profundidad del conflicto cuando tienes dos personas a solas, y también cuando tienes muchas, pero yo soy mucho de ir al plano pequeño, como en el cine.

Nunca son fáciles las relaciones.

No pueden serlo, si no somos fáciles nosotros, cada uno. Lo que pasa es que el otro nos facilita también las cosas.

¿Por qué?

Porque la soledad es la nada, ahí no tienes manera de decidir. El otro es el que nos hace decidirnos, el que nos hace descubrirnos como somos. Subsistimos gracias a la mirada de los otros, a la mirada de los otros. Nos dan las pautas de cómo somos.

Sin el otro no podemos ser.

Para nada, imposible, casi imposible. Ves estos casos horribles de niños que los tienen encerrados, o personas que han estado muy aisladas, pierden su relación con el mundo.

Pero vamos a una sociedad cada vez de más soledad.

Sí. Esto es un drama y en el cine actual se está retratando una soledad profunda. Hemos crecido en un mundo con demasiadas ofertas de comunicación pero de muy poco calado.

La soledad es una gran cuestión, y el dolor. Una gran cuestión que aparece en su novela “Mi amor en vano”. El protagonista sufre un accidente de tráfico y tiene que enfrentarse al dolor, ¿por qué quiso usted indagar en el dolor?

Nos olvidamos de que somos seres débiles, frágiles y doloridos. Yo siempre tengo dolores, soy una enferma crónica. A veces no lo parece porque me esfuerzo, pero el dolor está como negado, no lo queremos. Sin embargo, cuando vienen todas las enfermedades, lo ponemos en los hospitales y lo apartamos de la vida. Lo censuramos porque no resolvemos el asunto de que somos perecederos, frágiles, y en cierto modo estamos mal hechos. Quizá es que no tiene solución. Estamos hechos como se ha podido, que bastante bien hemos salido.

Y eso no lo queremos mirar.

No lo queremos mirar porque lo consideramos una debilidad, y esta es otra de mis luchas en el diccionario. A la palabra “debilidad”, “fragilidad”, quitarles el signo negativo. ¿Por qué tanto peyorativo en la debilidad?

¿Tenemos que ser héroes que ni sientan ni padezcan?

¡Claro! Pero eso no puede ser, negamos la evidencia, y entonces nos escandalizamos cuando una persona se queja. Hemos dado más importancia a la máquina que a nuestro engranaje personal, a nosotros mismos, que somos los que manejamos la máquina.

Disfruté una enormidad con su discurso de ingreso en la Academia, ese discurso dedicado a los secundarios, ¿por qué quiso entrar de esa manera?

Hablar del Quijote, pensé que tenía que hacerlo. Al entrar en la Academia yo me tenía que atrever, no siendo erudita, casi tenía que hacer el esfuerzo de llevar a Cervantes y al Quijote a mi terreno, al terreno de la creación. Siempre que se habla del Quijote, sobre todo en aquel momento y en la Academia yo pensaba eso, parece que tiene que ser en términos de mucha erudición y pensé que yo, como creadora, tenía que romper esa barrera. ¿Pero con quién? Y me vinieron a la cabeza los secundarios. Tantos personajes que apoyan al Quijote, porque sin estos apoyos Don Quijote no habría pasado del primer capítulo. Dentro de la catástrofe que son sus aventuras, siempre hay alguien que se compadece de él, que le entiende, y que le da capacidad de hablar y de discursear de esta manera tan maravillosa que todavía nos deja boquiabiertos, lo bien que hila Don Quijote cuando habla de cosas cuerdas, él es profundo. Si no tuviera a esos otros que le escuchan y le valoran, nos habríamos perdido todos sus discursos. Es una relación. Don Quijote se conoce a sí mismo y le conocemos nosotros a través de los otros, porque él era un loco y a los locos no les interesa conocerse a sí mismos. Y entonces ahí entraban inevitablemente las mujeres. No fue deliberado. Me encontré con Marcela, que ya la conocía, y con Dorotea, que ha sido una sorpresa para mí. Marcela es la pastora que decide irse a los campos porque no corresponde al amor de aquellos enamorados y prefiere la libertad de la soledad, que es duro.

Cervantes es un apasionado de la libertad y tiene una gran ternura con sus personajes. Y Marcela elige la libertad cervantina, pero la libertad para Marcela implica una gran condena porque significa vagar sola.

Es irreal, porque esa libertad, si al final va a ser soledad, no se va a ver. ¿Cómo ejercitas la libertad si no tienes con quién? Marcela tiene un punto de idealización total. El ideal de Cervantes es más Marcela que Don Quijote, porque Don Quijote vuelve a ser quien es al final y tiene que renunciar a sus ideales, aunque ha triunfado quedando como héroe de la literatura. Pero Marcela se va y se le escapa, porque ya pasa a un terreno mítico, que es lo que está buscando.

Entonces, esa libertad tan defendida por Cervantes él mismo denuncia que acaba en mito.

No es que lo denuncie, es que sabe que es un mito.

La libertad sin vínculos…

…no puede ser, no tiene calado en la sociedad. Ese es el mito. Lo que pasa es que la sociedad necesita mitos. Esa escena en la que Marcela se va y Don Quijote quiere ir y no le deja ella, es muy simbólico y muy complejo, pero es irse al terreno del mito.

Usted sorprende una mirada al leer el Quijote, que es la mirada entre la hija del ventero y el Quijote. Siempre hemos pensado que el Quijote era un hombre desvinculado de las relaciones con mujeres.

¡Error! Le encantan las mujeres, le vuelven loco. Y efectivamente con la hija del ventero hay unas miradas muy curiosas y emocionadas. Don Quijote quiere quedar bien con las damas, las llama “señoras” en cuanto puede, se pone a su disposición, les abre la puerta por la noche, le gustan.

En la parte final de su discurso de ingreso en la Academia hay un par de párrafos que son sobrecogedores. “Los humanos hablamos y hablamos, escribimos y escribimos, como si nos creyéramos capaces de dominar las lágrimas, los desgarros y las decepciones, y de distanciarnos de los salvajes accesos de alegría y regocijo. En el fondo de tanta palabra, de tanta narración, de tanto contar y tanto escuchar, late siempre la esperanza de que en algún momento sobrevenga el milagro del mutuo entendimiento y se vislumbre la luz de una verdad”. Dice usted aquí muchas cosas.

Sí, la verdad es que ahora me he estremecido yo, me puse muy solemne, pero es verdad. Nos creemos capaces y no podemos. Por eso la palabra siempre va a tener esta limitación, va a ser un deseo de expresar imposible de alcanzar. Por eso el lenguaje siempre es vivo, y por eso necesitamos también la presencia del otro, porque en toda esa conversación puede surgir algo, ese pequeño atisbo de entendimiento, ese pequeño momento en que las palabras del otro confluyen con las tuyas. Puede pasar. Ahora bien, verdaderamente llevamos siglos intentándolo, y tenemos que seguir.

Dice usted “la espera de un milagro”.

Es que es como un milagro. Son dos milagros y no vamos a renunciar a los milagros, a estas alturas de la vida es en lo que hay que creer.

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