Una vez más, se trata de amar
Todos hemos experimentado alguna vez, la amonestación que alguien nos ha hecho a un acto, palabra o razonamiento ejecutado. El evangelio nos invita a tener este acto de caridad cuando somos conscientes de la necesidad de corrección.
Sí, es un acto de amor el poder ayudar a reparar equivocaciones, que la vanidad, orgullo y soberbia, no dejan reconocer. Caminamos frecuentemente, con la certeza de poseer siempre la verdad, el conocimiento real de las cosas, y nos olvidamos de la percepción que otros tienen de nuestros actos, que a veces, pueden progresar hacia el error.
Pero hay que tener presente, que para corregir hay que aprender a ser corregido, y nuestra experiencia constata, que no es fácil. Para aceptar con serenidad la censura , es necesario un valor especial , una renuncia al yo en grado heroico, una actitud de apertura que pocos están dispuestos a practicar.
Pretender corregir a quien no tiene las mismas ideas, donde las afinidades son escasas, o los razonamientos distan de los nuestros, puede convertirse también, en una intromisión a su libertad. Toda presión, reiteración o tozudez para querer convencer a otro de lo que es mejor para él , puede transformarse en una manipulación para salirnos con nuestro interés.
Opino, que antes de hacer comprender al prójimo su desacierto, hay que demostrarle y convencerle de que es amado. De que de verdad se busca su bien. La paciencia, la caridad, la misericordia, la sensibilidad, son las luces necesarias a través de las cuales uno puede distinguir su error. Para llamar la atención al que yerra, además de la caridad, es necesaria la sencillez. Humildad ante cualquier muestra de superioridad que pueda asomar. El que es corregido debe comprender que quien lo amonesta, está en el mismo nivel para tener desaciertos. No es lo mismo decir: “Mira lo que has hecho” que “Mira lo que somos capaces de hacer”.
Llevo años, siendo testigo de uno de los males con los que el siglo actual se está definiendo. La parlería y el griterío. Corregir y aceptar la corrección, exige un continuo compromiso de escucha y mansedumbre por ambas partes.
Nos convertimos fácilmente en predicadores implacables y moralistas insoportables hablando sobre el evangelio y su práctica. Lo usamos a conveniencia. Tenemos la cita apropiada para ofrecer a los demás, pero nos molesta y rechazamos, cuando nos toca recibirla. Y muchas correcciones, que vienen envueltas, en el consejo amistoso, en el amor fraternal ,son recibidas y despedidas de inmediato con enojo, obstinación y desagrado, rompiendo los lazos de afecto que unen.
Nuestra enseñanza debe ir acompañada de un sincero sentimiento de amor al prójimo. Tenemos que examinar, si nuestra advertencia, fue un acto de servicio al otro, o hemos buscado una satisfacción personal, que alimente nuestra vanidad. El ´Te lo había dicho. ¡Ya te lo había advertido! Peor para ti, si no me has hecho caso´, delatará ,la verdadera intención de nuestra propuesta de rectificación.
“El hombre bueno se alegra de ser corregido; el malvado soporta con impaciencia al consejero”
(Séneca, De ira, 3, 36, 4)