Quiero poesía, quiero peligro real
John, el joven salvaje de “Un mundo feliz”, aprendió a leer en un tugurio de Malpaís, una de esas reservas auténticamente humanas que quedaban en el año 632 después de Ford. Del mismo modo, Shakespeare se había convertido para él en el último reducto de una vida digna de ser vivida. Cuando arrancan a John de su patria natal y lo conducen a Londres los versos del escritor inglés fluyen en su mente alocadamente. El salvaje se había aferrado a él y ya no lo podía soltar. La sociedad tan asquerosamente limpia y perfecta que tenía ante sus ojos le repugnaba; en su aplastante orden no había espacio para Shakespeare, porque era antiguo, ni para las pasiones humanas, ni para el matrimonio, ni para las guerras, ni para nada que no estuviera perfectamente controlado, medido y condicionado.
Pero John, arrastrado por sus recuerdos y por las viejas páginas de literatura que le habían enseñado a leer y a vivir, sentía asco por esa satisfacción que todos habían aceptado, esa por la cual todo el mundo “está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez”.
Preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí (…).
No quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
-En suma -dijo Mustafá Mond-, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
-Muy bien, de acuerdo -dijo el Salvaje, en tono de reto-. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
En este blog sólo pretendo mancharme un poco las manos, tocar la poesía, la bondad y el pecado de algunas páginas que prefiero no olvidar.