En España: ¿qué queda de libertad real?
Sobre la supuesta ampliación de derechos o sobre el papel de la religión en la vida pública el centro-derecha español no tiene nada que decir. Es más: no quiere decir nada, salvo en honrosas excepciones de algunos diputados que aportan un testimonio personal admirable. La batalla por una laicidad positiva, como la que recoge el artículo 16 de la Constitución, no la va a librar por miedo a que le acusen de confesionalismo. El Gobierno sabe que si al PP se le ocurre defender la libertad religiosa le basta con agitar el fantasma del "meapilismo" y la oposición se echará para atrás. Zapatero se encuentra así ante el campo libre para materializar la pretensión de una hegemonía cultural que siempre ha acompañado al poder contemporáneo.
Se topa, eso sí, con un escollo: el de la Iglesia. Es el final del proceso que describía Luigi Giussani, en el verano del 97, en un encuentro con responsables de Comunión y Liberación: "el naciente Estado moderno se percató desde el comienzo de que necesitaba crear una mentalidad distinta de la de la Iglesia (…). Para ello el Estado trató de entrar directamente en el proceso de educación y en la escuela". No es casualidad la resistencia del Gobierno a no llegar a ningún tipo de acuerdo para modificar los contenidos de su asignatura estrella, Educación para la Ciudadanía. Pero, explicaba Giussani, "al percibir la actitud refractaria de la Iglesia a su pretensión, (el Estado) trató de golpear a las instituciones, funciones sociales y asociaciones que encarnaban el contenido propio del mensaje de la Iglesia".
Es fácil reconocer en esas frases una descripción de lo que está sucediendo en España. Sobre todo por lo que sabemos de la modificación que se quiere hacer de la ley de libertad religiosa, en nombre de la libertad de conciencia se van a limitar las expresiones sociales de la fe. La Iglesia, pues, como último punto de resistencia a un poder que necesita privatizarla. Pero no todas las resistencias son útiles y algunas, autodestructivas. Un partido propio no haría sino incrementar el aislamiento y sería sin duda funcional a los intereses del poder, crearía la "reserva india" en la que, por fin, se podría confinar a los católicos en un recinto en el que dejaran de tener incidencia histórica.
Pero hay una tentación más sutil y es la de volver a repetir el error que a menudo ha cometido la Iglesia desde la Revolución Francesa: hacerse fuerte en el terreno ético, instalarse en la patria de los valores. El relato de Giussani sobre el proceso de secularización parece hecho hoy: "mientras se iba endureciendo el Estado y la sociedad, todas las arterias y las venas de la humanidad ya estaban llenas de aversión a la fe en una religión revelada". Entonces se intentó defender a la Iglesia subrayando la ética, el último punto de resistencia, defendiendo lo que hoy denominaríamos "valores innegociables". Pero el "refugio ético" se convirtió y puede convertirse, ahora que la ofensiva es más cruda, en una ratonera. "Los hombres de Iglesia -afirmaba Giussani- se sentían traspasados por el temor y el temblor ante la incomprensión que la mentalidad común (…) estaba desarrollando contra la mentalidad cristiana. Por eso se limitaron a la defensa de aquello que los demás podían comprender, que incluso los adversarios tenían que admitir: las virtudes fundamentales, la ética fundamental". Ésa que parecería la única respuesta posible se convierte pronto en una facilidad más para el poder. "Como la mentalidad dominante, también los valores morales, más o menos lentamente, se fueron concibiendo bajo el influjo del poder dominante (…), el poder del Estado evolucionaba hacia su hegemonía total", explicaba el fundador de Comunión y Liberación.
Tras la apariencia de firmeza de los valores se esconden nuevas arenas movedizas que el Estado utiliza para realizar su proyecto. "¿Qué queda, qué puede quedarnos como fuente de libertad real?", se preguntaba Giussani como nos preguntamos nosotros ahora. El sacerdote milanés se respondía: "El individuo, la persona. (…) El problema es el yo, la persona. Esto no está en contradicción con la asociación o con el tipo de gente en la que confiar para tener la fuerza necesaria; la fuerza de la asociación, la fuerza de la convivencia civil, radica en la persona. Y la fuerza de la persona consiste en la conciencia de lo que es y del ideal (…). El yo es, si actúa: conciencia del ser y conciencia del obrar".
Parece poco pero en un yo que vive y construye está el camino de la Iglesia y de todos aquellos que no quieren quedar fagocitados por el poder.