Curó a Gran Bretaña pero nos regaló la crisis

Mundo · John Waters
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9 abril 2013
Se dice que la carrera de Margaret ha sido un enigma. En realidad, esenigmática solo en términos ideológicos. En términos humanos, representa algomuy cercano a la coherencia.

Naturalmente no es plausible que una mujer llegara tan alto en el panoramade la política británica (la primera mujer y, hasta ahora, la única mujer, queha llegado a tener tal poder y tal relevancia) y fuera más determinante quetodos los hombres que la han sucedido. En el transcurso de los años ochenta (ladécada más turbulenta de todas), parecía que se hubiese inventado a sí mismacomo un personaje de cómic, esa "Dama de hierro", resuelta, imposible dederrumbar y nada dispuesta a revisar sus decisiones sobre cada cuestión; esamujer que declaraba que no había ninguna alternativa a su propuesta.

Su determinación en perseguir su visión de las cosas, su filosofía (o comoquiera llamársela ahora) parecía, a veces, favorecer el desastre dado surechazo a adaptarse o corregir el particular menos importante de sus afirmacionesiniciales. Sobre diferentes tipos de cuestiones (las huelgas de hambre de losrepublicanos irlandeses, la guerra de las Malvinas, las huelgas de los mineros)a menudo parecía existir simplemente para repetir lo que ya había dicho: que nose daría una rendición a la tiranía, al terrorismo o al chantaje moral.Teniendo en cuenta que la política es el arte de lo posible, lo que implicaprocesos de negociación, a partir de su primera fase como Primer Ministro podíacreerse que estas posiciones eran tácticas o retóricas. Pero tras una y otrasituación, la señora Thatcher mostró que era seria. Y que no era una mujer decambios de opinión. Gradualmente, lo que había parecido el comportamiento deuna mujer áspera se transforma en algo más: una persona genuinamente resuelta,cuyas perspectivas en evolución se habían transformado en principios y no eran,por lo tanto, materia de negociación.

Estas reacciones de Margaret Thatcher hicieron que la inicial complacenciade las generaciones de izquierda emergentes, nacidas en la cultura de lasrevoluciones de los años sesenta, se transformaran en algo parecido al odio (ya veces, incluso algo peor). "Thatcheriana", entonces, era el peor apelativoque se podría haber dado a alguien, un lema retórico bastante vacío, que notenía en realidad necesidad de encontrar fundamento en la sustancia de ningunaidea ni narrativa política. Bastaba el prejuicio.

La señora Thatcher se convirtió en el blanco de burlas y ataques violentosde una nueva generación de teóricos, comentaristas, cómicos, músicosbritánicos, y sí, de feministas; estas últimas consideraban su dureza como unatraición a los valores femeninos (era, decían, un hombre disfrazado). Y, sinembargo, ella no se plegó. De hecho, al menos en público, parecía felizmente conscientedel resentimiento, muchas veces de naturaleza personal, que crecía hacia supersona.

Su ataque violento contra el sindicalismo militante, el tratamientoimplacable reservado a los mineros en huelga, su insistencia en movilizarmasivos recursos militares para defender un minúsculo y olvidado territoriobritánico en el sur del Atlántico, su aparente insensible indiferencia por lasuerte de los exponentes del IRA en las huelgas de hambre – todas estassituaciones alimentaron nuestro sentimiento creciente de que esta mujer era uncúmulo de poder oscuro, carente tanto de calidad como de compasión y ternura,algo normalmente asociado a la feminidad. Pero todo esto que se decía, parecíano afectarle.

Para entender a la Thatcher, tenemos que indagar más allá de los estratossuperficiales de la ideología. Era una mujer sobre la cual se había puesto elpeso de una gran responsabilidad y que, por naturaleza, se tomaba laresponsabilidad tremendamente en serio. Cuando entró en el número 10 de DowningStreet por primera vez, en mayo de 1979, se vio cargada con la responsabilidadde salvar Gran Bretaña del umbral de la bancarrota y de la ruina, desgarradapor una década de huelgas; del declive económico y la impotencia política. GranBretaña se había paralizado durante dos décadas por un socialismo que cojeaba,por un sindicalismo malsano y por la herencia de políticas de vivienda ybienestar desastrosas. Los ingleses, golpeados por las huelgas y cortes desuministro, después de ver las montañas de basura acumuladas por las calles, seencontraban en el umbral de la desesperación. 

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