Desde el escaño

El PSOE que España necesita

España · Eugenio Nasarre
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30 octubre 2012
Hace treinta años más de diez millones de españoles depositaron su confianza en un partido socialista, formado entonces por cuadros mayoritariamente jóvenes y liderado por Felipe González. La de aquel 28 de octubre fue la más importante victoria electoral de nuestra democracia. Lograr 202 escaños en el Congreso es difícilmente repetible. De alguna manera marcó la trayectoria del sistema político surgido en la Transición.

Es verdad que en aquel 1982 los vientos corrían a favor del partido socialista español. El partido propulsor del proceso constituyente, la UCD, estaba viviendo una descomposición inimaginable: su fundador, Adolfo Suárez, se presentaba en un partido distinto y una parte de los dirigentes del partido centrista, abandonando el barco, habían ido a engrosar las filas de Alianza Popular.

De los dos partidos que habían protagonizado el proceso constituyente, el que representaba al centro-derecha, quedaba expulsado del sistema. No era una buena noticia para el régimen naciente, pues la legitimidad de un sistema político no se basa sólo en sus textos fundantes y en el proceso que le dio vida, sino también en la pervivencia de los sujetos que lo han hecho nacer. Surgía así una anomalía en nuestra democracia, que no dejaría de tener sus consecuencias. Es verdad que esa anomalía se subsanó -en mi opinión satisfactoriamente- con el reagrupamiento del centro-derecha a través de un complejo y largo proceso, que no culminaría hasta más de una década después. Sólo tras catorce años el centro-derecha español estaba en condiciones de gobernar el país.

Las elecciones de 1982 dieron un inmenso poder al partido socialista. Un historiador anglosajón definió a aquel grupo dirigente como "unos jóvenes españoles nacionalistas con una mezcla de idealismo y pragmatismo". Es acertada esta definición. Bajo el fuerte liderazgo de Felipe González el partido socialista asumió la tarea de vertebrar la democracia española. Tenían una idea de España, a la que querían "modernizar", con algunos rasgos jacobinos, incluso, en algunos de sus dirigentes. Su pragmatismo les hizo recalar en la socialdemocracia con la fuerte influencia del SPD alemán, uno de los grandes actores de la democracia europea desde la postguerra. Aunque, lamentablemente, el "Bad Godesberg" del socialismo hispano resultó incompleto y endeble teóricamente.

Con esos mimbres su obra política fue construir y afianzar en España el "Estado de bienestar" conforme a los postulados del llamado "consenso socialdemócrata" de la Europa de entonces. Es cierto que cometieron excesos. No creían en el "principio de subsidiariedad". Desconfiaban de una sociedad articulada, a la que no pudieran controlar. Creían demasiado en el Estado intervencionista. Las exigencias de entrar en el mercado común de Europa, sin embargo, les hizo atemperar viejos postulados planificadores, que pronto dejaron en el baúl. Profesaban una visión laicista de la historia, herencia del bagaje ideológico de su partido, pero el realismo de Felipe González moderó los resabios del pasado y logró respetar, en lo substancial, el compromiso constitucional en materia religiosa.

La España constitucional no podría entenderse sin las aportaciones del -lo voy a llamar así- PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra. Protagonizaron una buena parte del desarrollo constitucional y de la construcción del Estado de las Autonomías en su largo período de gobierno. Lo hicieron con la impronta de un partido de izquierdas pero sin desbordar los elementos claves del "pacto constitucional". El agotamiento de su proyecto político dio paso a la alternancia, en 1996, lo que vino a consolidar la democracia de la Constitución de 1978.

Los ocho años de gobierno de Zapatero han sido fuertemente destructivos para el PSOE. Zapatero fue incapaz de modernizar el "proyecto socialdemócrata" a la vista de las transformaciones mismas de la economía y de la sociedad europeas y lo condujo por caminos erráticos. Y, sobre todo, debilitó al máximo el carácter nacional del partido, promoviendo un proceso centrifugador (son palabras del mismo Felipe González), que resultaba letal para la identidad del partido mismo.

La crisis del partido socialista es de graves proporciones, porque afecta a su identidad, a su carácter nacional y a sus bases sociales. Estamos en presencia de una anomalía de nuestra democracia a la inversa de la que sucedió en los años ochenta. Ahora es la izquierda la que la sufre. Con el agravante de que los retos de la España de esta década no son comparables con los de los años ochenta, cuyos problemas fundamentales estaban básicamente encauzados.

El centro-derecha debería seguir con el máximo interés esta travesía del socialismo español. Dos actitudes deberían prevalecer en estas circunstancias. La primera, tender puentes con lo mejor del mundo socialista español, buscando espacios de diálogo y de confrontación de las ideas. La política debe volver a centrarse en las grandes ideas y en los grandes proyectos. España los necesita. La segunda actitud es aprender del "adversario enfermo" y trabajar con denuedo para reforzar un proyecto nacional que responda a las demandas de sus bases sociales y que sea fiel a sus señas de identidad. Así las cosas, el desafío es común para quienes han sido hasta ahora las dos fuerzas políticas sobre las que se ha asentado nuestra democracia.

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