Desde el escaño

Del Concilio Vaticano II a la Nueva Evangelización

Mundo · Eugenio Nasarre
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10 octubre 2012
He vuelto a leer, cincuenta años después, el discurso con elque el Papa Juan XXIII abría el Concilio Vaticano II en la solemne ceremonia desu inauguración. Lo he leído con un punto de emoción, pues pertenezco a unageneración que, en cuanto cristianos, ha estado profundamente marcada por elConcilio que vivimos de jóvenes. Nuestra andadura -la de quienes desde dentro hemos seguido lasvicisitudes de la Iglesia y de su presencia en el mundo en este medio siglo,pero también, aunque de otra manera, la de quienes, alejándose de ella, tomaronotros derroteros vitales- no podría entenderse cabalmente sin la huella quedejó en nosotros el Concilio.

Todavía recuerdo las imágenes, en aquellas incipientes televisionesen blanco y negro, de la basílica de San Pedro convertida en aula conciliar, enla que se congregaban los dos mil quinientos prelados venidos de casi todo el mundo, porque todavía -persistíala guerra fría- había regímenes que aplastaban la libertad religiosa. Elmusicólogo Federico Sopeña comentaba, en una crónica que leída hoy resultadeliciosa, la estética musical de la ceremonia religiosa. En la historia de laIglesia el arte ha acompañado siempre a la buena liturgia.

Juan XXIII expresó en su discurso el aliento con que elponía en marcha el Concilio. Me quedo con tres de sus planteamientos. Elprimero, casi al comienzo de su alocución, es el severo enjuiciamiento de los"profetas de calamidades", "que se comportan como si nada hubieran aprendido dela historia", que les conduce a una visión de simple condena y rechazo de lostiempos en los que les ha tocado vivir. Cincuenta años después me atrevo adecir que los "profetas de calamidades" no deben ser nuestra guía; nosequivocaríamos si lo fueran, aunque el realismo cristiano nos debe hacer estarcon los pies en la tierra y saber escrutar los signos de nuestros tiempos.

El segundo, cuando señala que "el supremo interés delConcilio es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado yenseñado en forma cada vez más eficaz", para añadir que "constituye una riquezaabierta a todos los hombres de buena voluntad". Conservar ese depósito "sinatenuaciones ni deformaciones" -recalca- y ofrecerlo y hacerlo comprender comoriqueza humanizadora a los hombres de buena voluntad es la tarea que proponíael buen Papa Juan y que enlaza perfectamente, es la médula, de lo que ahoravenimos llamando "nueva evangelización". La clave de esta actitud es que el cristiano,alejado de los "profetas de calamidades", sea capaz de convencerse él mismo quela propuesta cristiana es una "riqueza" para el mundo y así entablar un diálogode apertura y oferta, a la manera en la que lo hizo el Maestro, con los demáshombres de nuestro tiempo.

El tercero de los planteamientos es el que se refiere a laactitud ante los errores y las "doctrinas falaces". Juan XXIII reconoce queestamos rodeados de ellos: el siglo XX no fue parco en elaborarlas y lograr lafascinación de muchas gentes hacia ellas. Pero nos formula una indicación. Lodice así: "la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia másque la de laseveridad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidadesactuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas".Hay en este planteamiento un razonable optimismo: la fuerza persuasiva de laverdad, capaz de abrirse paso por los frutos buenos que produce y que el serhumano acaba de desvelar.

A partir de hoy no estaría mal que nos propusiéramos unalectura de los textos conciliares cincuenta años después, con la perspectiva delas vicisitudes vividas por la Iglesia y el mundo en este medio siglo. ¿Nosería enriquecedora? ¿No nos proporcionaría claves de reflexión, a la luz deesta triple perspectiva, que me he permitido subrayar en el discurso de JuanXXIII aquel 11 de octubre de 1962?

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