2025: el año de las historias
Imagen generada por IA2025 ha puesto de manifiesto que en buena parte del mundo la ley imperante vuelve a ser la ley del más fuerte. El poder desnudo y bruto avanza restándo terreno a la diplomacia y al multilateralismo. Invocar el derecho internacional, los principios y los valores universales que en un tiempo se consideraban referentes provoca eso que algunos llaman “disociación cognitiva: genera una frustración que los terapeutas consideran peligrosa para la salud mental. No se puede vivir en un mundo de deseos que nunca se realizan.
Lo paradójico es que en 2025 se ha hecho también evidente que cuanto más se impone el poder del más fuerte, más necesario es el poder de lo aparentemente débil, de la conciencia, del yo, de lo que nunca podrá ser asimilado a la fuerza bruta.
El avance de la ley del más fuerte como criterio dominante quedó escenificado el 28 de febrero en el despacho oval. Donald Trump y su vicepresidente J.D Vance acorralaron a Zelensky exigiéndole una rendición ante Rusia. Esgrimían un solo motivo: “no te quedan cartas”, le dijo el presidente de Estados Unidos al presidente de Ucrania. Si los ucranianos no habían podido ganarle la guerra al invasor no tenían nada que argumentar.
El que Trump llamó “Día de la Liberación”, el día en el que anunció una subida unilateral de los aranceles, obedeció al mismo criterio: o tienes poder o debes aceptar el abuso. Trump luego ha modulado su posición con Ucrania. Ha negociado los aranceles definitivos. Pero han quedado destruidas la confianza y el respeto mutuo en las relaciones comerciales y en las relaciones internacionales.
La Estrategia de Defensa Nacional de los Estados Unidos pone negro sobre blanco en la nueva doctrina de defensa. Trump aparece como figura casi providencial que inaugura “una nueva edad de oro”. Washington se considera más cerca de Moscú que de Bruselas. Legitima una postura militar ofensiva, habla de los derechos naturales otorgados por Dios sin reconocerle casi ninguno a los migrantes, critica los principios liberales, las instituciones multilaterales y se desentiende de las alianzas con sus socios tradicionales.
Es llamativo que en este contexto, el católico vicepresidente J.D. Vance, el 15 de febrero en Múnich, dijera que la amenaza más preocupante no es ni China ni Rusia sino “el retroceso de Europa en algunos de sus valores más fundamentales”. J.D. Vance hablaba de valores cuando su jefe olvidaba los más básicos. Pronto quedó claro que Roma no comulgaba con esta posición que venía acompañada de una política de fuerza. Desde que salió al balcón de San Pedro, tras su elección, León XIV dejó claro que lo católico era “la paz desarmada y desarmante”. Ya dijo san Agustín, el gran referente del nuevo papa, en la Ciudad de Dios, que los cristianos apoyan el poder del emperador no para que imponga su modo de ver el mundo sino para que garantice la paz.
En el otro polo la dinámica es semejante. La Cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), celebrada en China a finales de agosto, acreditó que no existe un Sur Global con un plus de legitimidad moral por agrupar a los países que han sufrido los abusos de Occidente. En esa cumbre no se reunieron los países oprimidos por el neocolonialismo del Norte, como algunos sostuvieron. El encuentro estuvo promovido por el presidente chino, Xi Jin Pin, líder de un país del norte geográfico. Consiguió convocar a la India de Modi, a la Rusia de Putin, a la Turquía de Erdogan y a otros países porque todos estaban interesados en aprovecharse de la debilidad de Estados Unidos. China quiere armarse de una legitimidad que no tiene para compensar su debilidad moral mientras “conquista” el mundo con inversión, infraestructuras y tecnología. Los países más pobres, más castigados por una globalización injusta, tienen poco que ver con esta operación.
No es China la única que construye relatos para legitimarse. El poder desnudo en 2025 ha pretendido más que nunca desarrollar narrativas que lo justifiquen. Por eso ha fomentado la idea de que todos somos víctimas (del sistema, de los migrantes, de la globalización) y ha fortalecido el identitarismo (la culpa es de los otros) y el populismo (el tiempo de las democracias liberales está superado). El poder desnudo necesita fuerza económica y fuerza militar, pero paradójicamente necesita, sobre todo, la fuerza de la conciencia. Hace unos días el Wall Street Journal contaba que las ofertas laborales en EE. UU. en las que se incluye la palabra storyteller (contador de historias) se han duplicado. Gigantes como Google, Microsoft y Notion han incorporado equipos dedicados exclusivamente a “contar historias”: ofrecen sueldos de hasta 274.000 dólares para estos perfiles.
Contar una historia es darle sentido a lo que sucede. Para que haya una historia tiene que haber un narrador. Esa es la fuerza de la autoconciencia. No hay nada que sea tan frágil ni tan poderoso como el yo que, juzgando lo que le ocurre, reconoce su significado. El poder desnudo siempre querrá dominar el poder desarmado y desarmante del yo. El afán de hacerlo suyo acredita el tesoro y la potencia que se esconde detrás de una persona libre que decide contar su historia: la historia tal y como le está sucediendo, tal y como despierta su necesidad de justicia, de verdad, de felicidad, de belleza.
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