Paces fugaces

Hablemos seriamente de la paz. No es lo mismo proclamarla desde un atril, tras una pancarta, en un púlpito o en redes sociales, que negociarla contrarreloj para acordar un alto el fuego o firmar un armisticio mientras se bombardean infraestructuras civiles en tiempo real.
Desde la comodidad de la teoría es fácil elaborar argumentos, indignarse y exigir soluciones ideales. Pero en la negociación diplomática cada palabra pesa: cualquier error puede costar vidas humanas. Cada compromiso se convierte en un acto de responsabilidad extrema.
La complejidad e incertidumbre de las relaciones internacionales actuales es evidente. El último número de Política Exterior se preguntaba si vivimos en un mundo sin reglas. La respuesta: las reglas existen, pero pocos las cumplen. Como advertía el Cardenal Pizzabala, Patriarca Latino de Jerusalén: “El poder, la fuerza y la violencia se han convertido en el criterio principal sobre el que se basan los modelos políticos, culturales, económicos e incluso religiosos de nuestro tiempo”.
El derecho internacional se vulnera a diario sin consecuencias. Los países agresores se sientan a negociar con la sonrisa mafiosa y el revólver sobre la mesa. La muerte del orden internacional liberal es una idea ampliamente aceptada. Amedrentados por los violentos llegamos al convencimiento de la desaparición de ese orden abierto y basado en reglas que rigió, en buena medida y bajo liderazgo occidental, el funcionamiento de las relaciones internacionales en los últimos ochenta años.
En ese contexto no podemos confiar únicamente en el resultado de unas negociaciones. A veces, la paz comienza no sentándose en la mesa hasta que se produzca el cese de los ataques. O aplicando sanciones económicas, o denunciando las violaciones flagrantes de derechos fundamentales. También trabaja por la paz quien desmonta falsas narrativas o se defiende de una amenaza híbrida que intenta probar tu capacidad de reacción.
La serie La última llamada recuerda los días previos al asesinato de Miguel Ángel Blanco. El entonces presidente José María Aznar comunicó a la familia que no se negociaría con ETA mientras el concejal siguiera secuestrado. Aquella decisión marcó el inicio del fin de la banda terrorista.
Hoy, y no hay excusa alguna para no hacerlo, Vladimir Putin no busca la paz. Pretende imponer su poder violento, consolidar la hegemonía del terror y borrar sus crímenes de lesa humanidad bajo el pretexto del retorno al orden y los valores tradicionales. Donald Trump, por su parte, concibe la paz solo si beneficia a los intereses nacionales de EE.UU., adoptando una postura imprevisible que genera incertidumbre global. Mientras presume de abandonar organismos multilaterales, impulsa el rearme occidental, alimentando una carrera armamentística sin límite en beneficio de su industria armamentística.
Como advierte el Papa, esta propaganda supremacista del rearme traiciona los deseos de paz de los pueblos, perpetuando conflictos en lugar de resolverlos. Es una paz impuesta, efímera, que enquista los problemas y los deja madurar para futuros enfrentamientos. Una paz fugaz.
Conviene en este punto releer la Doctrina Social de la Iglesia: una paz duradera no se limita al cese de los ataques militares. Requiere justicia y reconciliación, no supremacía ni silencio de las víctimas. Las guerras de agresión son intrínsecamente inmorales, y los estados agredidos, junto con la comunidad internacional, tienen el derecho y el deber de organizar la defensa, incluso mediante el uso legítimo de la fuerza. Tras el cese de la violencia, urgirá construir una sociedad internacional donde las relaciones de fuerza sean sustituidas por la cooperación orientada al bien común. Y donde vuelva el orden y las reglas necesarias para una paz duradera.
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