La Transición sin nostalgias

Aquella noche de hace 50 años no heló en Madrid. Ya era el tiempo de las heladas pero aquella noche no heló y la mañana era templada.
Juan Carlos I, que todavía no era Rey de España se subió junto a la reina Sofía y a sus tres hijos en un Rolls-Royce que lo dejó en el Congreso de los Diputado, sede entonces de las cortes franquistas. Se le había cambiado la matricula al coche y la nueva era de color granate y lucía una Corona. El que iba a ser Rey llegó a la carrera de San Jerónimo poco antes de las 12. Vestía el uniforme de capitán general, pasó revista a la compañía de honores.
Juró y pronunció su primer discurso como Rey. Y el Rey dijo que quería serlo de todos los españoles. El ya Juan Carlos I pidió que los ciudadanos participaran en la toma de decisiones. Era una forma de empezar a hablar de democracia.
En la misa con motivo de la coronación que se celebró unos pocos días después, el cardenal Tarancón dejó muy claro que el nacionalcatolicismo se había acabado y pidió al jefe del Estado que fuese efectivamente el rey de todos los españoles.
Como dice el historiador Juan Pablo Fusi, no habría monarquía del 18 de julio, no había monarquía franquista ni franquismo sin franco.
Hace 50 años empezaba algo nuevo en España. Hace 50 años no solo se ponía final a una larga dictadura de cuatro décadas, se superaba una división, una fractura entre dos Españas que se habían enfrentado desde comienzos del siglo XIX. Una de esas dos Españas quiso imponer una revolución liberal cuando no había en el país liberales y por eso tuvo que recurrir a menudo a los espadones, al ejército, a las asonadas y a los golpes de Estado. La otra España, que tenía miedo a la libertad y a la modernidad, había convertido la tradición en tradicionalismo y en ignorancia de las desigualdades, quiso en muchas ocasiones mantenerse en el poder a cualquier precio. El abuelo de Juan Carlos I, Alfonso XIII, que hizo alguna cosa buena, no supo entender que un Rey moderno no puede hacer política de partido ni apoyar una dictadura como la de Primo de Rivera. Supo, eso sí, marcharse a tiempo cuando la II República ya era una realidad.
No siempre lo peor es lo cierto y hace 50 años, los españoles vivimos y protagonizamos, después de muchos fracasos, una historia de éxito.
La semana pasada Felipe VI señaló que lo que pervive de la Transición es un método: la «búsqueda del acuerdo» y «la palabra frente al grito» en estos «tiempos de crispación». Pero dijo algo más que tiene su enjundia. El Rey dijo que la democracia no es solo un procedimiento, sino la búsqueda leal y conjunta de aquello que sirva mejor al bien común.
Con estas palabras el Rey se alejó de una forma de entender la democracia, que tienen algunos liberales, que la reducen a procedimientos, a un conjunto de leyes e instituciones que solo sirven para dirimir los intereses en conflicto de cada ciudadano. Felipe VI dijo que la democracia no es solo eso, es también compartir algo, compartir un proyecto, trabajar por el bien. Los discursos que normalmente hacemos sobre la Transición conducen a la melancolía porque hablan de una edad dorada en la que por los arroyos corría leche y miel. Nunca fue así como dijo ayer el Rey. Si la Transición es solo un modelo moral conduce a la frustración. Otra cosa es si la Transición es método como el rey: lo que permite no quedarse en la nostalgia de lo que pasó y en el voluntarismo es mirar a ver si en el lío que vivimos nos podemos reconocer en algo común, algo que no sean solo los partidos de la selección, las victorias de Alcaraz o nuestra calidad de vida.
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