La promesa escrita en la luz de la mañana

Hay un aula en algún lugar al amanecer. Las sillas esperan en filas silenciosas. Afuera, la ciudad despierta: pasos en la acera mojada, un autobús que se detiene con un suspiro, voces que se elevan como respiraciones en el aire frío. En el interior, la habitación vigila. El polvo de tiza permanece suspendido en los primeros rayos de sol que se filtran a través de las persianas entreabiertas. Es aquí donde ocurre. Este umbral silencioso donde un ser humano espera a otro, aferrándose a algo invisible: la esperanza.
Educar significa hacer una promesa incluso antes de pronunciar una sola palabra.
El profesor llega temprano, como todos los profesores. Deja su bolso de cuero gastado sobre la mesa, la misma mesa donde se han sentado otros innumerables, cada uno con la misma misteriosa carga. Mira las sillas vacías y no ve ausencia, sino posibilidad. Cada lugar espera un alma. No un vaso que llenar, ni arcilla que moldear, sino una llama ya encendida, esperando reconocer su propia luz. Este es el antiguo misterio que Sócrates describió: la educación es el cuidado del alma, el cuidado de lo que ya vive pero aún no se conoce a sí mismo. (Cf. Platón, Apología, 30a-b)
Los estudiantes llegan. Entran arrastrando los pies por las puertas, llevando el peso de su devenir: miembros torpes, voces inseguras, ojos que desvían la mirada. No saben lo que llevan consigo. No saben que en su inquietud vive una pregunta más antigua que cualquier respuesta: ¿Quién soy? ¿Para qué sirvo? El educador lo sabe. O mejor dicho, el educador lo cree. Lo cree antes de la prueba. Lo cree contra toda evidencia. Lo cree con la tenaz ternura que caracteriza a todo amor verdadero.
Por eso la educación es esperanza hecha visible.
«Todo hombre es capaz de la verdad, pero el viaje es mucho más llevadero cuando se recorre con la ayuda de otro. La verdad nace de la carne, de la historia y de la compañía, no del aislamiento abstracto». (Giussani, Ejercicios de Fraternidad, 1989)
La verdad no se descubre en el aislamiento. Surge en el espacio entre dos personas: en la paciente repetición de un concepto difícil, en el silencio tras una pregunta que no tiene una respuesta fácil, en el momento en que los ojos de un estudiante se concentran de repente y la clase parece contener la respiración. Estas son las pequeñas resurrecciones que marcan cada día de enseñanza. La promesa cumplida no una sola vez, sino constantemente, en mil momentos ordinarios.
Pero, ¿qué se promete exactamente?
No el éxito. No la certeza. No el camino fácil o el resultado garantizado. Lo que promete el educador es más radical: Puedes convertirte en ti mismo. No en lo que imagino para ti. No en lo que el mundo exige de ti. Sino en lo que ya eres, oculto bajo el miedo, el ruido y el peso acumulado de las expectativas de los demás. El educador promete esperar mientras buscas. Apoyarte mientras tropiezas. Creer en tu capacidad de verdad incluso cuando has olvidado cómo creer en ti mismo.
Esto es misericordia. Esto es justicia. El valor de la verdad y el bálsamo del consuelo, entrelazados en un único gesto de acompañamiento.
El papa León XIV lo definió claramente: la educación es la decisión de llevar la esperanza a todas partes, «dibujar nuevos mapas de esperanza». No optimismo, ese primo superficial de la esperanza que depende de las circunstancias. Sino la esperanza misma: el reconocimiento de que el futuro sigue abierto, que el tejido de las relaciones puede recomponerse, que las palabras pueden recuperar su peso, su sagrada densidad de significado. Quien educa mira al otro con esa positividad y ese amor que necesita.
Suena el timbre. Comienza el día. Afuera, la ciudad se mueve en su compleja coreografía de deseo y comercio, ansiedad y ambición. Dentro de este aula, ocurre algo más tranquilo. Se levanta una mano. Se formula una pregunta. El profesor se inclina hacia adelante, no para imponerse, sino para servir. Para ayudar al otro a reconocer lo que lleva dentro, esperando florecer.
Esto es la educación: un oficio de promesas, transmitido de generación en generación como una llama que se pasa de una vela a otra en la oscuridad. La luz no disminuye. Se multiplica. Y en esa multiplicación vive la única revolución que importa: la revolución de la esperanza, un alma despertada a su misterioso esplendor.
La luz de la mañana se hace más fuerte. El trabajo continúa. Como siempre. Como siempre será.
Artículo publicado en Epochal Change y traducción a cargo del personal de Epochal Change
Fuentes:
https://www.vatican.va/content/leo-xiv/it/apost_letters/documents/20251027-disegnare-nuove-mappe.html#_ftn9
Véase CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Instrumentum laboris Educar hoy y mañana. Una pasión que se renueva (7 de abril de 2014), Introducción. S.E. Mons. ROBERT F. PREVOST, O.S.A., Homilía en la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo (2018).
https://www.scritti.luigigiussani.org/s/occorre-soffrire-perche-la-verita-non-si-cristallizzi-in-dottrina-ma-nasca-dalla-carne-esercizi-spirituali-della-fraternita-di-comunione-e–20030626
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