Guzmán Carriquiry, 50 años en el Vaticano: un laico al servicio de cinco papas

Mundo · Massimo Borghesi
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8 septiembre 2025
Las memorias vaticanas de Guzmán Carriquiry, recién publicadas, son un documento histórico indispensable para conocer de cerca cuatro pontificados.

«Medio siglo al servicio de los papas. Ningún laico de la Curia romana ha tenido como él acceso a los últimos pontífices: ha sido su comensal, su consejero y, en algunos casos, su amigo. Hasta 2018, era el laico con mayor «rango» del Vaticano. Por eso, las memorias del ya octogenario Guzmán Carriquiry son un testimonio valioso, y no solo para los historiadores de la Iglesia o los vaticanistas». Eso dice  Lucio Brunelli en su hermosa reseña del libro de Guzmán Carriquiry, Il Testimone. Mezzo secolo nelle stanze vaticane (Cantagalli 2025), publicada en L’Osservatore Romano. Activo en la realidad católica juvenil de Uruguay, colaborador de la revista Vispera de Alberto Methol Ferré, su maestro de pensamiento, Carriquiry fue invitado a trabajar en el Vaticano en 1971.

En 1977, Pablo VI le llamó a formar parte del Pontificio Consejo para los Laicos, convirtiéndole, por voluntad de Juan Pablo II en 1991, en subsecretario. El 14 de mayo de 2011, Benedicto XVI le nombró secretario de la Pontificia Comisión para América Latina (CAL). Eres el primer laico en ocupar un cargo de esta importancia en la Curia romana. De 2021 a 2025 fue embajador de Uruguay ante la Santa Sede.

Gracias a los cargos que ocupó y a la gran experiencia acumulada a lo largo del tiempo, el punto de vista del autor resulta sumamente valioso para obtener una visión global de la vida de la Iglesia a partir de los años 70.

Gran parte de esta perspectiva se recoge ahora en su libro de memorias, recién llegado a las librerías. Repleto de anécdotas y recuerdos, el libro constituye una mina que, a pesar de la prudencia que exigen los cargos que ha ocupado, permite abrir una ventana a los papas, el Vaticano, la curia y el mundo católico. Todo ello dentro de una pasión, que nunca ha decaído, por América Latina.

«Durante mis largos años en Roma y en el Vaticano, siempre he guardado en mi corazón una pasión por la vida y el destino de los pueblos de América Latina, al igual que he cultivado contactos y lecturas latinoamericanas. En mi identificación como latinoamericano no hay un mero sentimiento, sino la inteligencia perceptiva de un vínculo de pertenencia, de un círculo singular de fraternidad, de una proximidad de caridad y solidaridad, más fuerte que todo lo que nos distingue y nos separa en la región: más fuerte que las distancias geográficas, las fronteras estatales, las barreras étnicas, la diversidad de subculturas.

Uruguay es mi patria natal; América Latina es mi «Patria Grande». Nos reconocemos como latinoamericanos porque, como escribieron nuestros obispos en Puebla, «el Evangelio encarnado en nuestros pueblos constituye una originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina», y que tiene como símbolo luminoso el rostro mestizo de Nuestra Señora de Guadalupe. El barroco es la expresión cultural que resume en formas complejas y opuestas toda la diversidad de vuestros componentes» (p. 261).

Fiel a estas raíces, Carriquiry se detiene largamente en América Latina y en la evolución de su Iglesia desde la Conferencia de Puebla hasta la de Aparecida, dirigida esta última por el cardenal Jorge Mario Bergoglio. Con Bergoglio la relación es amistosa. También lo es, de forma diferente pero no menos participativa, con Juan Pablo II y con Benedicto XVI. Así lo demuestra la «corrección» del discurso programado por el papa Benedicto para Aparecida. Así lo recuerda Carriquiry:

«Había recibido bajo embargo el texto del discurso inaugural que Benedicto XVI pronunciaría en la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Aparecida. Lo leí y releí y no me gustó nada: era insípido, incoloro, burocrático. ¡No era en absoluto de Ratzinger! Así que empecé a pedir insistentemente una breve reunión con el Papa. Era previsible que recibiera repetidas negativas, pero al final lo detuve en una audiencia colectiva, confiando que nos conocíamos, y le pregunté: «¿Sabe lo importante que es la Conferencia de Aparecida? ¿Sabe lo importante que es su discurso inaugural?». Eran preguntas redundantes y pleonásticas, bastante impertinentes. Y cuando, obviamente, me respondió con asombro «Sí», me permití decirle, con cierta vivacidad: «Entonces, por favor, le ruego que dejes a un lado el texto que le han preparado, que se  encierre durante los próximos tres días y que prepare personalmente su discurso». Y así fue, aunque faltaban muy pocos días para el inicio de la Conferencia» (p. 126).

El episodio es significativo. Demuestra no solo la autoridad del laico en el Vaticano, sino también la pasión con la que Carriquiry entendió su papel, fuera de cualquier esquema servil o burocrático. En el volumen se repiten varias veces las observaciones sobre el riesgo de la «clericalización», en particular para los jóvenes sacerdotes que trabajan en la Curia.

Personalmente, Carriquiry ha vivido su servicio a la Iglesia en la tensión entre la obediencia y la libertad. Y es esta característica la que hace interesantes, y a veces incluso sabrosas, las páginas del volumen.

Es la misma nota que encontramos en tus notas sobre el papa FranciscoCarriquiry y su esposa Lídice están unidos al papa argentino, bien conocido antes de su elección, por un gran afecto, estima y gratitud. Lo cual no te impide plantear también algunas observaciones. Recordamos algunas que requieren, de alguna manera, soluciones por parte de León XIV.

La primera es la relación entre el papado y el viejo continente. Francisco, como sabemos, ha dado prioridad a las «fronteras», a los países fuera de Occidente, a las «periferias» del mundo. Con ello, sin embargo, se ha evitado, pero no resuelto, el desafío entre la fe y el mundo secularizado, que produce la desertización de las iglesias.

«El papa Francisco no ha visitado ni Francia ni Alemania, países que constituían el eje aglutinador de la Unión Europea, a pesar de tener excelentes relaciones personales con Macron y Merkel (…); Tampoco ha visitado España, Inglaterra, Austria, Holanda… Ha pronunciado algunos discursos relevantes sobre Europa, especialmente cuando recibió el premio Carlomagno, y ha lanzado mensajes importantes en algunos viajes cortos a Suecia, Benelux, Hungría y otros países. […] Durante el incendio de la catedral de Notre Dame, le llamé por teléfono —la única vez por iniciativa mía— para recomendarle encarecidamente que cogiera un avión, fuera a rezar un rosario en la plaza de la catedral y volviera… Me preguntó si sabía que el propio presidente Macron le había llamado por teléfono para sugerirle lo mismo, y  me respondió que era imposible. ¡Qué pena! Seguramente tendría buenas razones para no poder hacerlo. Respondió con un rotundo «no» a la pregunta de si iría a la inauguración de la catedral restaurada (para no soportar el protagonismo del señor presidente y el «desfile» de los poderosos del mundo)» (pp. 230-231).

Se podría observar que la preocupación del papa Francisco por no ser instrumentalizado era legítima. Lo cual no impedía pensar en otras oportunidades. Sea como fuere, el panorama tampoco es mejor en América Latina, cuya Iglesia, según Carriquiry, habría perdido una gran oportunidad al no valorar adecuadamente el programa del Papa confiado a Evangelii gaudium.

Para el autor, «ni siquiera la Iglesia en América Latina se ha mostrado capaz de llenar ese vacío en la centralidad romana provocado por el declive europeo. El pontificado del primer latinoamericano no la ha visto dar ese salto católico de calidad, demasiado exigente y difícil, a pesar de haber aportado contribuciones enriquecedoras para la vida de toda la Iglesia. El continente americano cuenta con el 50 % de los bautizados de toda la Iglesia católica, pero ese porcentaje está disminuyendo debido a la expansión de los «evangélicos» y a las influencias capilares de una cultura dominante cada vez más alejada y hostil a la tradición cristiana» (p. 231).

Esta debilidad de la Iglesia latinoamericana para comprender el alcance histórico de la elección de un Papa argentino —una debilidad que también afecta al CELAM, la Conferencia Episcopal Latinoamericana— lleva a Carriquiry a una especie de grito de dolor:

«Creíamos que correspondía a América Latina, la mayor zona cristiana del sur del mundo, la más católica y la más capaz de dialogar con la modernidad, asumir una enorme responsabilidad, no solo hacia su propio pueblo, sino hacia todo el mundo. Ser conscientes de ello no se ha traducido en estar a la altura de tal responsabilidad. ¿Hemos sido capaces de extraer todas las implicaciones y consecuencias del hecho inédito y de gran alcance que supone el primer pontificado de un latinoamericano? 

¿Hemos sido capaces de comprender las enormes exigencias y responsabilidades que debían asumir nuestras Iglesias, nuestros pueblos y naciones? ¿Habéis sido capaces de dar un salto cualitativo en la conciencia y en el camino de la catolicidad? El pontificado del papa Francisco ha sembrado mucho en la buena tierra de los pueblos latinoamericanos. Era muy querido por vuestro pueblo, especialmente por los pobres y los humildes de corazón. No os faltan experiencias enriquecedoras de caridad, de renovación pastoral, de iniciativas sinodales dispersas por toda la región. ¡Pero esperabais algo más!» (p. 273).

Lo que ha faltado, entre otras cosas, es «un pensamiento teológico, cultural y político a la altura de nuestro tiempo» (p. 232). Este es un punto en el que Carriquiry, discípulo ideal del gran Alberto Methol Ferré, maestro también de Bergoglio, se siente particularmente identificado: la falta de un pensamiento «católico» fecundo, capaz de conferir universalidad a la Iglesia actual, fuertemente condicionada por las polarizaciones de la historia.

«Puedo afirmar —escribe en un pasaje del volumen en el que, con suma cortesía, también cita mi nombre—, sin ser particularmente competente, que estamos en un período de pensamiento un poco «líquido» en la Iglesia, que la última gran generación de teólogos que fue fundamental para las enseñanzas del Concilio Vaticano II terminó con la muerte de Joseph Ratzinger, que faltan grandes escuelas de teología y filosofía, que habría que replantearse a fondo la formación de seminaristas y novicios enamorados, sí, de Cristo y de su tarea pastoral, pero criados y guiados por una inteligencia cristiana capaz de dialogar a 360 grados con las grandes cuestiones que plantea la cultura actual y de acompañar a los cristianos en su educación en la fe?

Hay importantes pensadores católicos que señalan esta carencia, como Pierangelo Sequeri y Massimo Borghesi. «Lo que falta», escribe mi amigo Borghesi, «es un pensamiento católico a la altura de nuestro tiempo histórico, capaz de conjugar la riqueza de la tradición con los retos del presente» (p. 255).

Francisco, al contrario de lo que a menudo han considerado tus críticos, tenía este pensamiento «católico» alimentado por las aportaciones de Fessard, Guardini, de Lubac y von Balthasar. Este pensamiento se filtra a través de todos tus documentos importantes. Carriquiry cita al respecto, además de tus estudios sobre el tema, tu biografía intelectual de Bergoglio, los trabajos de Austen Ivereigh, Andrea Monda, Gianni Valente, Lucio Brunelli, Carlos Galli, Rocco Buttiglione… Esto le lleva a preguntarse «por qué el Santo Padre no ha sentido la necesidad, o al menos la oportunidad, de pedir más ayuda a algunos de estos amigos y se ha rodeado de personas que, en ocasiones, no han merecido su confianza y han dejado mucho que desear» (p. 165).

Esta reticencia por parte del Papa tiene que ver también con su «soledad», que Carriquiry documenta por haberla experimentado de cerca.

«La historia de Bergoglio lo ha llevado a gobernar la Iglesia —digamos, a servir como pastor al pueblo de Dios— con la fuerza, pero también con la limitación, de su soledad. No está de más señalar que la sinodalidad no ha sido muy evidente en su gobierno de la Curia romana. Ha gobernado con el sello de un superior jesuita tradicional, un gobierno muy personal y carismático más apoyado en una «intención determinada» que confiado en  las mediaciones institucionales, quizás por la influencia de la historia política que caracteriza a Argentina (¡el caudillo y su pueblo!).

Ha preservado esa soledad. No había nada peor que ser indiscreto o entrometido con él. Muchas veces me agradeció mi discreción. Rara vez me permití llamarle por teléfono durante los años de su pontificado, pero esperé,  a veces con ansiedad, a que él me llamara. Nunca me autoinvité a almorzar con él. Sabía que había una «distancia» que no podía superar (…). 

Nada que ver con un Juan Pablo II que, después de cenar, solía reunirse con algunos de sus colaboradores más cercanos para tomar una copa y hablar de lo que se avecinaba. Y esta soledad no significa que no se reuniera a diario y escuchara a mucha más gente que los pontífices anteriores» (p. 236).

Las dos últimas observaciones que se refieren a aspectos del papado franciscano se refieren a la conducción de los procesos sinodales, a menudo iniciados sin un marco adecuado (p. 217), y a la relación de Francisco con los movimientos. Bajo Juan Pablo IICarriquiry fue un protagonista, en la Curia, en los procesos de reconocimiento canónico de los movimientos eclesiales. Tuviste profundas relaciones personales con los fundadores de CL, Sant’Egidio, Focolarini, Neocatecumenales, etc.

Una relación especial te unió al fundador de CL, don Luigi Giussani, sin que ello implicara tu adhesión formal al movimiento. «Fue muy importante en mi vida cristiana y en mi servicio al Papa. Siempre me he preguntado por qué el Papa Wojtyła no lo nombró cardenal… Pero ser santo es sin duda más importante que ser cardenal».

Su estima por la experiencia de los movimientos le lleva a criticar su ausencia en la segunda asamblea sinodal. «Eché de menos la presencia de Andrea Riccardi y Marco Impagliazzo (Sant’Egidio), de Davide Prosperi, Mons. Massimo Camisasca y Don Julián Carrón (CL), de Chiara Almirante (Nuovi Orizzonti), de Kiko Argüello y el Padre Mario Pezzi (Camino Neocatecumenal), de Moyses Azevedo y María Emmir Oquendo (Salom), de Giovanni Paolo Ramonda y Matteo Fadda (Juan XXIII), del padre César de FASTA, del padre Alexander Awi de Schoenstatt, de los directivos de la comunidad Emmanuel, de los Équipes de Notre Dame, de los Cursillos de Cristiandad, de CHARIS (renovación carismática), de Vivere In, de la Sociedad de San Vicente de Paúl, de ADSIS y otros» (p. 250).

Su conocimiento directo de estos protagonistas de la Iglesia le lleva a hacer algunas observaciones sobre las dificultades que han caracterizado la relación del Papa con los movimientos.

«Parecía que el papa Francisco no quería seguir dándoles a los movimientos el apoyo que habían tenido de los pontificados anteriores, prefiriendo compartir observaciones más o menos críticas desde una cierta distancia «externa», sin una empatía especial con su realidad.

Quizás quiso evitar una excesiva autoexaltación de los movimientos, quizás quiso ser más sobrio al juzgarlos, quizás quiso ser más exigente, deseando un renacimiento de la riqueza y la belleza que los carismas traían consigo, yendo más allá de las repeticiones, los esquemas e incluso el riesgo de fosilización.

Quizás esperaba que se renovara la sorprendente fase de efervescencia carismática, de profundo sentido de pertenencia, de energía perseverante y educativa, de misión abierta a gentes hacia toda realidad, de fantasía de la caridad, que caracterizó su impulso original, más allá de ciertas sedimentaciones y estabilizaciones.

Quizás les pedía una mayor inculturación en la vida de los pueblos y en el servicio al pueblo de Dios. Quizás pesaron los abusos provocados por algunos fundadores y dirigentes, suscitando una generalización indebida de temores y prejuicios. Quizás pensó en los movimientos trasladando la experiencia de las comunidades religiosas, sobre todo la jesuita. Quizás el dicasterio competente podría haber reconocido más y alentado todo el bien de los movimientos (…) (p. 247).

«Quizás el dicasterio competente…». Con la parresía que no le falta, Carriquiry escribe que:

«Me ha quedado la impresión de que la «coesencialidad de los dones sacramentales y carismáticos» en la constitución y renovación de la Iglesia, tal y como la planteó claramente San Juan Pablo II, siguiendo la estela de Lumen gentium, no se percibe suficientemente en la Curia romana en nuestros días. Se aprecian los carismas de las instituciones de vida consagrada, pero mucho menos los que están en la base de la vida de los movimientos y de las nuevas comunidades.

El Papa Francisco ha criticado a menudo y con razón el clericalismo, pero no ha ido hasta el fondo. El clericalismo se manifiesta en el gobierno de la Curia romana cuando la necesaria y fundamental dimensión jerárquica tiende a oscurecer la dimensión carismática. Muchas veces, los carismas fundadores y animadores de los movimientos y de las nuevas comunidades, a pesar de que ya han sido sometidos a discernimiento  y reconocidos canónicamente, como participes de esa «coesencialidad», parecen ser apenas tolerados, generalmente sometidos a una vigilancia y un control excesivos y, a veces, incluso —como escribió el cardenal Marc Ouellet— a abusos de poder clerical (…).

Podría enumerar algunos de estos abusos. No es bueno ni saludable —salvo en situaciones de especial gravedad— que los institutos y movimientos reconocidos por la Santa Sede permanezcan durante mucho tiempo bajo la tutela directa de organismos de la Santa Sede o de sus «visitadores» o «delegados».

Hay un aire autoritario que debería moderarse, al menos, con más escucha y diálogo, con un reconocimiento efectivo de todo el bien que el Espíritu Santo obra en la vida de los movimientos, en lugar de centrarse en los riesgos y problemas planteados, desde un punto de vista meramente espiritual y pastoral, más que desde un enfoque puramente canónico. Y en los muy pocos casos de extrema gravedad, que se actúe radicalmente para purificar todo lo que sea necesario, pero siempre tratando de salvar lo que se pueda salvar. (…)

 (pp. 247-248).

Entrando en detalles, Carriquiry afirma:

«Y, por cierto, me parece desmesurada la acusación pública sobre los «errores doctrinales» de Comunión y Liberación, acusación que, por cierto, no procedía del Dicasterio competente en materia de doctrina. En tu discurso del 15 de octubre de 2022 al movimiento, el papa Francisco ignoró dicha acusación y, poco después, en una carta al nuevo prefecto del Dicasterio Vaticano para la Doctrina de la Fe, recomendaba no caer en este tipo de acusaciones y estar siempre dispuesto a escuchar, dialogar y corregir fraternalmente, si fuera necesario.

Que se corrijan todos los errores en la gestión del movimiento, por exceso de concentración en la persona del presidente, por la falta de una mayor corresponsabilidad, por el descuido de sus mediaciones institucionales, por la desaparición de no pocas comunidades universitarias. En este sentido, son bienvenidas las observaciones críticas de la autoridad eclesiástica, acogidas con la mayor seriedad y responsabilidad.

Otra cosa es la larga tutela impuesta a Comunión y Liberación, exorbitante porque totalmente desproporcionada frente a la riqueza de fe, cultura y caridad que florece por todas partes en sus experiencias de vida personal y comunitaria» (p. 249).

Se trata de observaciones, tanto sobre el pontificado como sobre la curia, que provienen de un hombre que ha hecho de su vida un ejemplo de obediencia a los papas, con un amor ilimitado por la Iglesia. Con Francisco, el vínculo era también afectivo, hijos de la misma tierra, de la misma cultura y sentimiento de la vida. En el libro, más de un episodio traza este vínculo. Recordamos uno de ellos.

«Esta relación tan personal se expresó también en la visita sorpresa del Papa a mi oficina en la Pontificia Comisión para América Latina, situada al principio de la Via della Conciliazione. He podido reconstruir lo que sucedió. El papa Francisco había ido a la clínica médica vaticana para que le atendiera el dentista y, al salir, le dijo a su asistente: «Vamos a saludar al Dr. Carriquiry».

Su acompañante intentó balbucear algo sobre que había que avisar a la gendarmería vaticana, a la policía italiana, etc. No hubo manera: «Soy el Papa y sé lo que hago». Al llegar a la Via della Conciliazione, en un coche muy sencillo, entró en el edificio justo cuando el portero no estaba, tomó el ascensor hasta el cuarto piso y llamó al timbre de la sede de la CAL. Yo estaba en mi oficina con la puerta cerrada y oí gritar desde lejos: «El Papa, el Papa». No imaginaba que ya estuviera en la sede. Cuando él mismo llamó a la puerta de mi oficina y la abrió, me dijo en tono de broma: «Doctor, ¿tiene un momento para recibirme?». Le respondí rápidamente, en el mismo estilo: «Mire, hoy tengo la agenda llena, vuelva mañana». Su acompañante y mis colaboradores se reían a carcajadas. Se quedó conmigo media hora, comentando las reacciones a su exhortación apostólica Amoris Laetitia» (p. 167).

Una relación así entre el Papa y uno de sus empleados, laico, es algo inédito. Francisco tenía sus límites, como todos los papas, pero tenía un gran corazón. Su atención a las personas era única.

«El día de mi cumpleaños y el Lídice (mi mujer), nunca dejaba de llamarnos por teléfono con todo el cariño de siempre. El 18 de septiembre de 2024, cumpleaños de Lídice, contesté al teléfono y me sentí llamar, por primera vez, por mi nombre, Guzmán, y no como el doctor Carriquiry de siempre. El papa Francisco fue fiel en sus amistades» (p. 168).

Que el Papa te llame por tu nombre es sentir en tu propia piel la caricia de la Iglesia, la caricia de Jesús. El Testigo. Medio siglo en las salas del Vaticano, el libro de Guzmán Carriquiry, recientemente publicado, es una mina de información y, al mismo tiempo, un documento de afecto hacia los papas a los que el autor ha servido con profunda fidelidad.

 


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