Cuando irrumpe el mundo de la vida

En la foto la madre rodea con la mano izquierda la cabeza del niño. Lo hace con mucho cuidado como si fuera de porcelana. Con la mano derecha sostiene la cintura que está cubierta por un plástico negro, como de bolsa de basura. La espalda del niño y los brazos quedan al descubierto. Parece la foto de un esqueleto tapado apenas con un poco de piel. Los brazos, delgadísimos, son el vivo retrato del hambre. Es la imagen del espanto que llega de Gaza.
Cuesta trabajo no apartar la mirada. Miras para no deshumanizarte. Miras y se te agolpa la pena en la garganta y te sientes triste y enfadado: tu ira se concentra insultando a los que han convertido a un niño en un vaso de tormento y te preguntas cómo Dios puede permitirlo. Y después lloras de desolación. Te invade un torbellino de sentimientos, se apodera de ti la impotencia y un deseo inmenso y seco como un desierto, un deseo de justicia y de reparación. Los niños como los de la foto se quieren ir al cielo porque saben que en el cielo se come.
Y después de mirar la foto escuchas a los asesores del espíritu, a los intelectuales, a los expertos en geopolítica, a los que te explican que no puedes dejarte llevar por los sentimientos, que el emotivismo es malo, y que no debe uno entregarse a las reacciones subjetivas, que hay que racionalizar la situación, que hace falta alguien que “de verdad sepa” para que te explique lo que debes sentir y pensar ante una foto así.
En un nanosegundo, cuando te golpeaba la realidad cruel, has comprendido lo que le pasaba al niño y lo que te pasaba a ti mirando al niño. En un milmillonésima de segundo, en el tiempo en el que estalla el universo, ha estallado en ti el mundo de la vida: ese extraño y misterioso vínculo contigo mismo y con las cosas que te hace darte cuenta de que ya no eres el mismo, que has cambiado. Esa fracción de tiempo es mucho más que una impresión, es la ocasión para emprender un camino que puede rescatar tu alma.
Los asesores del espíritu y los intelectuales desconfían del mundo de la vida. Les parece que es insuficiente para hacer cultura, para cambiar el mundo. Sus valoraciones, sus discursos, siempre nacen muertos porque son hijos de la abstracción. Se sientan a deliberar, aplican ciertos valores y llegan a lo que ellos llaman “conclusiones”. Todo el mundo tiene que aceptarlas, hacerlas suyas, porque ellos son los expertos, los que han estudiado.
Los asesores del espíritu y los intelectuales son desconfiados porque para ellos las impresiones, los sentimientos, las emboscadas con la que la realidad nos asalta son callejones sin salida. Para los sencillos son autopistas. Los intelectuales son desconfiados porque piensan que estamos hechos mal, que una enfermedad mortal nos ha vuelto ciegos, incapaces de distinguir la sombra de la luz. Y tanta desconfianza, al final, les sale rentable porque alguien tiene que mandar.
En el mundo de la vida todo es más sencillo y a la vez más trabajoso. Miras la foto del niño famélico y surge en ti un deseo de justicia -ya lo he dicho antes- que tiene el tamaño de miles de millones de galaxias. Eso solo es el comienzo. Hay que perseguir lo que te ha pasado. Hacerlo no es un ejercicio de intimismo o de introspección. Lo que te ha pasado, esa vibración del mundo de la vida en ti, y lo que aprendas de él, es el acontecimiento político más decisivo de tu existencia, de la de tu pueblo, de la de tu país.
Cuando irrumpe el mundo de la vida te invita a que te preguntes, a que te pronuncies, a que digas qué significa para ti lo que ha sucedido. Si no significa algo para ti es como si no significara nada para nadie. Solo el sujeto subjetivamente puede reconocer lo que tiene un significado objetivo.
¿Qué dices sobre el niño que se muere de hambre? ¿Qué dices sobre el deseo de justicia que arde en ti? ¿Qué dices cuando sabes que hay romper el bloqueo, que se debe hacer llegar la ayuda humanitaria? ¿Qué dices cuando sabes que todo eso que habría que hacer de inmediato si se hiciera no reparará la injusticia que ya se ha cometido? ¿Qué dice todo eso de ti mismo?
El mundo de la vida irrumpe con sus preguntas de fuego y sus respuestas de carne. Y los prejuicios, los esquemas, las “conclusiones de los intelectuales”, los recuerdos anclados en el pasado se hacen muy pequeños, insignificantes, para el hombre que (re)estrena libertad.