Lo mismo que hace 20 años

Editorial · Fernando de Haro
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16 febrero 2025
Han pasado 20 años desde el fallecimiento de Don Guissani pero su experiencia vuelve a suceder. El milagro ha continuado.

Hicimos lo que se hace en estos casos, lo que se hace cuando se pierde a un padre y a un maestro único. Lloramos, rezamos, corrimos hacia el Duomo de Milán aquel día gélido y lluvioso para darle el último adiós, para ver su ataúd llevado a hombros en medio de un silencio que lo decía todo. Escuchamos las palabras de Raztinger en aquella homilía que fue un bálsamo de consuelo, que fue la confirmación de que había recibido y, nosotros con él, un don del cielo. Hicimos lo que se hace cuando se pierde a un padre y a un maestro único, a uno de sus hombres que raras veces aparecen en la historia. Escribimos en los periódicos, fuimos a las radios, a las televisiones, hicimos homenajes con la música que le gustaba, regalamos sus libros, nos recordamos unos a otros cuándo lo habíamos conocido, qué nos había dicho aquel día en una conversación privada o en un encuentro multitudinario. Pedimos a políticos, intelectuales, clérigos y agnósticos que glosaran su figura. Y lo hicieron. No queríamos perderlo, no queríamos perder el estremecimiento, la sacudida, la curiosidad ante un mundo que nos era desconocido; no queríamos perder el deseo de una vida diferente, de la libertad insospechada que habíamos experimentado cuando lo conocimos, cuando lo escuchamos por primera vez o cuando escuchamos a los que le habían escuchado.

Han pasado ahora 20 años de aquella mañana gélida de febrero. Y ahora sabemos que todo eso hubiera sido inútil. Lo normal, lo que sucede en estos casos, es que el padre y el maestro único se va quedando atrás en el tiempo, su recuerdo se va desdibujando. Y sus palabras y sus libros se convierten en objeto de estudio en las universidades y en congresos de especialistas, pero el estremecimiento, la curiosidad y la libertad se van apagando. El síntoma es qué sucede cuando lees esos grandes libros. Allí están las palabras que dijo y las entiendes, o cree entenderlas, pero lo normal es que se vuelvan áridas como un desierto gélido, como el suelo de un planeta inhóspito. Y uno se da cuenta porque son palabras que ya no abren la mente y el corazón, porque ya no nos llevan más allá de ese triste perímetro en el que estamos encerrados cuando no sucede nada.

Hubiera sido lo normal. Es lo que suele pasar. Y podríamos haber celebrado un aniversario tras otro. Cien aniversarios y dos mil congresos. Y podríamos haber hecho hablar a los viejos y aprender una por una todas sus palabras de memoria. Todo eso no nos hubiera dado lo que estamos recibiendo. Porque no ha sido normal lo que ha ocurrido en estos 20 años: el milagro ha continuado. Como él decía, el estremecimiento, la sacudida, la libertad es la misma aunque no suceda cómo cuando empezó a dar clase en el Berchet. Menos mal. Si no hubiese un cómo diferente no sería la misma experiencia. No sería experiencia. Discontinuidad en el cómo sucede, continuidad absoluta en el qué. Porque han pasado muchas cosas en 20 años, el mundo no es el de 2005, el mundo no es el de la Italia de los años 50 del pasado siglo.

Estos 20 años no han sido normales. Hemos seguido comenzando en el presente para entender lo que pasó en el pasado y mirando al pasado para entender el presente. Si hubiera sido al revés,  lo hubiéramos perdido. El presente es un juez implacable. Otras voces, otras gentes, han hecho, hacen suceder de nuevo la experiencia de Giussani.

Y nos hacen viva esa forma de obediencia a la Iglesia propia de los hombres libres. Nunca sin su autoridad, sin la autoridad del obispo, garante de la contemporaneidad de Cristo. Siempre con una obediencia agradecida que ayuda a esa autoridad a asumir su propia responsabilidad. Siempre con una libertad que pide humilde, paciente e insistentemente espacio para que la propia experiencia pueda desarrollarse y redunde en beneficio de todos. Siempre con una libertad que está dispuesta a sacrificarlo todo porque ya lo tiene todo.

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