Trump: una oportunidad para conocer el alma
Los analistas, los periodistas, los responsables de las encuestas se han equivocado mucho durante mucho tiempo. Durante semanas estuvieron diciendo que Donald Trump y Kamala Harris estaban empatados. Pero los resultados de la semana pasada han desmentido radicalmente todas las previsiones. La élite de las dos costas que escribe en los periódicos, que habla por televisión, está desconectada de la realidad. La candidata republicana nunca, desde que en agosto se convirtiera de forma oficial en aspirante a la Casa Blanca, tuvo posibilidad alguna de ganar. Trump se ha hecho con la presidencia con cinco millones más de voto popular que Harris. Hacía 20 años que no se producía una victoria tan rotunda de los republicanos. Ha conseguido diez puntos más de voto hispano que en 2020: un 45 por ciento de apoyo de la minoría más importante del país, en otro tiempo reserva de voto demócrata. Y eso, a pesar de su discurso antiinmigración. La segunda o tercera generación de los que llegaron a Estados Unidos hablando español ya no se sienten extranjeros. Piensan como buena parte de la clase media. Trump también ha obtenido un respaldo de una parte relevante de negros, algo en otro momentos impensable. Ha ganado en sitios como New Jersey, como el Bronx, el barrio negro por excelencia de Nueva York, o en Chicago.
Las élites educadas viven en una burbuja. Y por eso no entendieron lo que estaba sucediendo. Biden ha sido el último demócrata con un proyecto para todo el país. Harris pertenece al mundo de las universidades prestigiosas. Y en esas universidades se enseña que los problemas de los Estados Unidos tienen que ver con la desigualdad racial o la discriminación de las mujeres. Son problemas reales, pero no la prioridad de los “otros estadounidenses”. Los otros estadounidenses viven una vida más infeliz que los que han conseguido estudios superiores, se casan menos, se divorcian más, son más adictos a los opiáceos, son más obesos, y están mucho más solos. Y tienen la sensación de que en los últimos cuatro años la economía ha empeorado y de que el Gobierno no ha hecho lo suficiente para luchar contra la inflación. Biden aprobó ayudas para los trabajadores. La política aplicada después del COVID permitió un crecimiento sólido y la creación de empleo. Pero las cifras macroeconómicas no cuentan. Lo que cuenta son las sensaciones y muchos tienen la impresión de que han perdido demasiada capacidad adquisitiva.
Se ha explicado muchas veces. Trump ha sabido captar el malestar, conducirlo. Su mensaje es sencillo y eficaz: “los miembros de las elites os han traicionado y hay que echarles”.
Los analistas no han entendido que el deseo de justicia, también podemos llamarlo resentimiento, es más fuerte que los valores sobre los que en un tiempo se sustentó la democracia. Para muchos votantes la sensación de haber sido traicionados es más importante que lo que Trump dice o hace. Les da igual que sus discursos sean erráticos, que utilice noticias falsas, que haya sido condenado por la justicia. Hamilton, uno de los padres fundadores, estaba convencido de que el futuro de los Estados Unidos dependía de la confianza. Esa confianza en la democracia disminuye de forma rápida. Los valores de la república son ya algo abstracto, lejano. Nos escandalizamos del populismo sin querer entender el cambio antropológico que lo genera. Lo que hasta hace un tiempo era evidente ya ha dejado de serlo. David Brooks profetizaba en el New York Times tras la victoria de Trump, que se acercan tiempos caóticos. Tiempos que son “una oportunidad porque podrán a pruebas las almas y nos harán ver de que están hechas”. Los malos tiempos siempre son una ocasión para que el alma, sin la que no hay democracia, salga a flote.
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