Hasta aquí llegó el agua
Cuando en 2010 llegué a vivir a Valencia, una de las cosas que más me llamó la atención de la ciudad fue la discreta presencia en muchas calles del Barrio del Carmen de una serie de pequeñas placas cerámicas, colocadas a cierta altura en los muros, que, con la frase “Hasta aquí llegó el agua en la riada de 1957”, indicaban con una línea el nivel del agua que, en ese concreto punto, había llegado a alcanzar la gran riada de ese año. Al preguntar a mis vecinos y compañeros de trabajo por el significado de dichos “hitos”, la inmensa mayoría de mis interlocutores me hablaba de ello como de un hecho lejanísimo en el tiempo, del que apenas conservaban memoria, y que en todo caso habría quedado conjurado por la obra de desvío del cauce del Río Turia.
En efecto, tras la terrible riada de 14 de octubre de 1957, que mató a unas 300 personas, además de causar inmensos daños materiales, el gobierno central puso en marcha el ambicioso Plan Sur; en esencia, la ejecución de un azud que desviara el cauce del Río Turia antes de su entrada en la ciudad de Valencia, y de una gigantesca zanja que encauzara el mínimo hilo de agua que el río llevaba casi todo el año y que pudiera contener sus crecidas extraordinarias, que rodeaba la urbe por el sur y desembocaba entre Pinedo y El Saler. Las faraónicas obras, que duraron casi diez años, se completaron con la construcción de un embalse aguas arriba del Turia, la Forata, que sirviera también como regulador del cauce durante los estacionales episodios de la gota fría.
El Plan Sur funcionó, ¡vaya si funcionó! Puede que incluso “muriera de éxito”, visto lo sucedido en las riadas de 30 de octubre de 2024. El antiguo cauce del Turia, que atravesaba de Oeste a Este la ciudad de Valencia, fue transformado en un precioso y vital parque urbano; y las parcelas integradas en el tramo final de la antaña desembocadura, se usaron para levantar la fastuosa Ciudad de las Artes y las Ciencias, emblema una nueva ciudad que se abría orgullosa al circuito internacional del turismo de masas. Cincuenta años después de la terrible masacre de la riada de 1957, la ciudad había sido capaz de construir un proyecto de éxito sobre el cauce abandonado del río asesino, cubriendo la cicatriz urbana con una imagen esplendorosa que, para los ojos foráneos, hacía imposible intuir la tragedia sucedida pocos decenios antes.
Cada otoño, en el levante español, es normal la llegada del fenómeno de la gota fría. Repentinas trombas de agua caen desde el cielo con violencia, generando, según la intensidad del episodio, algunas muertes o pérdidas materiales, que ya se han asumido como “normales”. Sin embargo, con la terrible excepción de la tragedia del embalse de Tous, en 1982, hasta hoy, en la zona de Valencia no se había vuelto a producir un evento de la magnitud de la mítica riada de 1957. Durante ese tiempo, se ha debilitado entre la población la percepción del riesgo, en parte debido a la confianza en el funcionamiento de las estructuras hidráulicas de nuevo cuño, incluidas las del Plan Sur, en parte por el enorme crecimiento económico de la región, que ha propiciado una urbanización descontrolada en zonas inundables y una “cementación” del terreno, una llanura de aluvión de tierras sueltas y muy porosas, que ha disminuido enormemente su capación de drenado del agua de lluvia.
Frente a una cultura de la prevención muy interiorizada en la población y asimilada en el funcionamiento normal de las instituciones, como es por ejemplo el caso de Florida, Texas y otros Estados del sur de USA respecto de los huracanes, o el de Japón o Corea del Sur en relación con los terremotos, en España no hemos tenido hasta ahora la necesidad de aprender a convivir con este tipo de catástrofes naturales. Al igual que nos sucedió tras el COVID19 con las pandemias de nueva generación, quizá la tragedia de las riadas de 30 de octubre de 2024 haya sido nuestra particular Pompeya. Estábamos cómodamente asentados en la ladera de un volcán, que llevaba “toda la vida” dormido, y hemos sido abruptamente despertados de nuestro apacible sueño.
La débil percepción del riesgo respecto de los potenciales efectos devastadores de una DANA de estas características ―la incidencia en la cual por el cambio climático antropogénico habrá que evaluarse―, ha agravado sin duda alguna los daños de un fenómeno que ha superado todas las previsiones, y nos va a obligar a un análisis serio y riguroso de las causas, a tomar medidas urbanísticas impopulares y de dotación de nuevas (y muy costosas) infraestructuras hidráulicas, mejorar los protocolos de actuación de las distintas administraciones competentes y su coordinación entre ellas y, sobre todo, a hacer una pedagogía más intensa por los poderes públicos de los riesgos y de las incomodidades que comporta convivir con esta nueva conciencia del peligro.
La generación de nuestros abuelos tomó buena nota y escarmentó de la espantosa experiencia de la riada de 1957, y ahí están las placas de cerámica recordatorias del casco viejo de Valencia y las grandes infraestructuras del Plan Sur. Ahora nos toca a nosotros sacar nuestras propias conclusiones, adoptar nuestras propias medidas y, sobre todo, legar a nuestros descendientes nuestro propio recordatorio: “Hasta aquí llegó el agua en la riada de 2024”.
Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»
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