Bellamy y el desafío de la educación
El libro tuvo un importante reconocimiento en Francia, donde vendió decenas de miles de ejemplares, obtuvo el Prix d´Aumale de la Academia Francesa, y concedió cierta notoriedad a su autor como conferenciante y pensador en el campo de la educación. Desde entonces Bellamy ha publicado otros tres libros y ha cambiado la docencia por la política, siendo hoy diputado y vicepresidente del Grupo Popular en el Parlamento Europeo. En España el libro fue publicado en 2018 por Ediciones Encuentro como “Los desheredados, por qué es urgente transmitir la cultura” y pasó por las librerías sin hacer demasiado ruido. Este aniversario es un motivo excelente para volver sobre un libro que merece una lectura atenta y que puede darnos algunas claves importantes para interpretar la situación educativa en occidente, y específicamente en Europa.
Se trata de una obra de extensión contenida, no llega a 200 páginas, y en la que su autor nos previene desde las primeras para que no esperemos encontrar “desarrollos técnicos ni consejos de pedagogía”. Tampoco es un libro erudito, ya que sus ejemplos están extraídos de la vida cotidiana, y su lenguaje es claro y asequible. Pero, a pesar de su sencillez, es capaz de poner delante del lector una tesis completa, elaborada y coherente, que explicaría el naufragio de la educación francesa (y por extensión occidental) y de realizar una propuesta sensata para abordar ese fracaso. Nada menos. Las armas con las que cuenta Bellamy para intentar esta heroicidad son “virtudes por defecto”: no ser un académico y no ser un “especialista” en educación. El francés es (era) un profesor y un pensador, y tal vez eso sea lo que necesita la educación para mejorar; personas que estén en las aulas y que tengan capacidad para pensar y escribir con claridad sobre ello. Porque, como escribía recientemente Norbert Bilbeny en Jot Dawn, “Que la gente piense es normal. Que piense bien es infrecuente”.
El problema no viene de fuera de la escuela
En la quejumbre generalizada de los profesores de todas las etapas educativas, desde la escuela infantil a la universidad, son frecuentes los reproches a los alumnos que llegan a nuestras aulas y que, según las versiones, serían inmaduros, apáticos, desinteresados, incapaces de esforzarse, sobreprotegidos… Tampoco faltan las quejas sobre la falta de atención en las familias, el abuso de la tecnología, la vida cómoda occidental, la permisividad social, la abundancia de población emigrante en las aulas, las elevadas ratios, la disminución de presupuestos… Los “presuntos culpables” serían muchos, pero comparten dos características comunes: La primera es que, sea cual sea su responsabilidad en la crisis educativa, la situación de deterioro que han provocado habría sido imprevista e involuntaria. La segunda es que la escuela es el lugar en el que se observan los efectos, pero nunca el terreno en el que se puede encontrar las causas de la crisis. Bellamy cuestiona ambas ideas, ni la escuela es simplemente depositaria de los problemas, ni estos son consecuencias imprevistas de acciones y situaciones ajenas a la educación.
Pero tampoco Bellamy es uno de los que ven la preocupante situación educativa como consecuencia de una “conspiración”. Ni del pensamiento político progresista (que buscaría un embrutecimiento de las masas para volverlas dóciles e irreflexivas) ni del capitalismo salvaje (que estaría produciendo consumidores dóciles y útiles para el mercado). El autor considera que, además de intencionada, la trayectoria que ha llevado a la escuela a la situación presente tiene su origen y su fundamento en las propias ideas educativas. Porque, según él, sí que existe un programa, pero no oculto, sino explícito, declarado y “educativo”, para llevar la educación a la situación actual. Pero para compensar la carga que coloca sobre los hombros del sistema educativo, pone también en sus manos la posible solución. Veamos.
Bellamy parte de los datos sobre el fracaso educativo en Francia y los relaciona con la violencia radical en su país, una violencia frecuentemente protagonizada por jóvenes, (la edición española tiene un epílogo escrito tras las masacres de Charlie Hebdo y Bataclan). Luego afirma que el problema no es de recursos o de gestión, sino de la implantación de un “programa educativo” que ha colocado a la cultura como un “lujo decorativo o una distracción elitista”. Así, la transmisión de la cultura habría dejado de ser la tarea de la escuela y los profesores tendríamos que “educar sin transmitir nada”. Por ese motivo, según el autor, estaríamos hurtando a nuestros jóvenes una herencia (el logos) y convirtiéndolos en desheredados. Y cuando no hay palabra sólo queda el recurso de la violencia. ¿Es esa indigencia educativa la que provoca la respuesta violenta de algunos y el miedo que lleva a otros a la radicalidad política? Bellamy cree que sí.
Una estrategia largamente planificada
La primera parte del libro está dedicada a explicar las tres “sacudidas” que habrían minado la educación (francesa y occidental), y rastrea sus orígenes en el pensamiento de Descartes, Rousseau y Bourdieu. El primero nos habría convencido de que el papel del educador es más enseñar a dudar que impartir conocimiento y que si la escuela nos aporta verdades comete un mal porque nos impide a nosotros encontrarlas. La tragedia del hombre moderno sería tener maestros y sus enemigos son la tradición y la transmisión. El segundo nos llevaría a la convicción de que la cultura nos aleja de nuestra situación ideal, que es la del hombre natural, y que sólo resulta válido el conocimiento adquirido por uno mismo, nunca lo que otros nos aporten. Con este planteamiento la mediación del maestro sólo puede conducir a la alienación. Bourdieu, por fin, nos habría enseñado que la escuela tiene como fin consolidar los privilegios de las élites y que la cultura sería sólo otra forma de opresión y de segregación entre los que detentan el poder (los herederos) y los que son sus servidores (los desheredados). La escuela es el lugar de un crimen y la cultura es el arma con el que se comete.
De forma destacada, el pensamiento de Rousseau aparece como la clave de bóveda de la escuela moderna, y de sus ideas surgirían la sospecha sobre los libros de texto, el rechazo a la lección magistral, la idea de que todo el conocimiento está disponible fuera de la escuela, el diseño de situaciones de aprendizaje, la necesidad de que “el niño sea protagonista de su propio aprendizaje”, la obsesión por “aprender a aprender”… En definitiva, todo el argumentario que se escucha en nuestras facultades de educación, que repiten los estudiantes universitarios, que aparece en los principios educativos de multitud de colegios, que afirman algunos ministros de educación… y que sostienen las leyes educativas españolas desde hace décadas. Tanto es así, que, leyendo su libro, es verosímil preguntarse si Bellamy se ha colado en nuestras aulas universitarias (que a lo que parece no deben ser muy diferentes de las francesas) o ha leído los documentos que ordenan el Sistema Educativo Español. Este análisis del filósofo francés es de por sí interesante, porque se atreve a mirar la Luna a la que tantos hechos señalan en lugar de seguir discutiendo sobre adonde apunta el dedo, y, especialmente, porque describe el fracaso educativo del que tantos hablan no como tal, sino como el “éxito” absoluto de un modelo seguido voluntaria y conscientemente por la escuela.
La cultura nos hace humanos
Sin embargo, el libro no se limita a señalar con claridad las causas, sino que elabora una propuesta para afrontar el problema y, para ello, en su segunda parte da tres pasos de una lógica impecable. En el primer paso demuestra que, lejos de ser algo artificial o postizo, la cultura es lo que genera nuestra humanidad. Aborda el caso de los “niños salvajes” y como, la ausencia en ellos de algunas características humanas, demuestra la necesidad de mediación; el hombre sin mediación y sin cultura es “extraño a su propia humanidad” y las facultades humanas se quedan solo en potencialidades. La característica humana es, por tanto, depender de otro.
El segundo paso se centra en el lenguaje que, lejos de ser una cárcel o un factor limitante para nuestra mente, como algunos autores aseguran, es la característica humana que construye el pensamiento y da forma a las ideas; sin lenguaje no hay pensamiento y sin pensamiento no hay conciencia. En esta visión de Bellamy un libro aparece como un jardín que tiene un autor, pero que está vivo y comunica algo nuevo a todo el que lo “pasea”. Y advierte que “en donde se queman libros se termina por quemar hombres”.
El último paso es combativo, porque nos invita a ”rechazar la indiferencia” a la que, según él, damos culto en nuestra sociedad. Plantea que para poder permanecer indiferentes ante la realidad y la cultura las hemos deconstruido creando libertades, en muchos casos ficticias, que nos permitirían elegir sobre cualquier aspecto de la vida. Y cuando da igual lo que elijamos es que nada vale la pena ser elegido y, por tanto, paradójicamente, nuestra libertad desaparece. Porque “la libertad verdadera es tomar una decisión” y si todo da igual solo hay indiferencia. Este tercer paso permite al autor plantear una enmienda a la totalidad a la pretensión educativa de promover valores universales (paz, convivencia, diálogo…) sin transmitir una cultura particular en la que esos valores estén encarnados, y usa diversos ejemplos para mostrar esta idea. Uno solo es suficiente para entender su tesis: sólo amando a mi padre y experimentándome amado por él podré amar la paternidad. Desde lo particular podré reconocer lo universal, pero nunca al revés, que es lo que la escuela lleva una larga temporada planteando.
Cierra este capítulo con dos agudas observaciones. Primero asegura que hemos confundido la misión de la escuela (enseñar) con los beneficios que se logran de la enseñanza (libertad, justicia, paz…). Y luego afirma que lo que chocan con violencia son las inculturas, pero nunca las culturas por lo que la apuesta por la cultura y el conocimiento es una apuesta por la convivencia y la paz entre diferentes.
La conclusión del libro es clara, la regeneración de la educación sólo puede partir del reconocimiento y del agradecimiento. Reconocimiento a la cultura concreta que me ha hecho persona y que la escuela me transmite, y agradecimiento a los profesores a través de los que esa cultura me ha llegado. El agradecimiento de Camus a su maestro en El primer hombre aparece como ejemplo paradigmático. Sin gratitud, “las estatuas serán mudas y los textos incomprensibles”. La mediación es imprescindible y urgente, porque la cultura no se almacena, sino que muere cuando no se transmite.
Pablo Pardo Santano es Profesor del Centro Universitario Cardenal Cisneros
FRANCOIS-XAVIER BELLAMY
Los desheredados. Por qué es urgente transmitir la cultura.
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