Zombie

Sociedad · Luis Ruíz del Árbol
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23 octubre 2024
Hay un día al año en el que la actitud de sospecha de los adultos se pone en suspenso, y a los niños se les permite adueñarse de las calles y los espacios públicos, pudiendo lanzarse sin miedo a llamar a las puertas de casas de desconocidos.

A nadie se le escapa que uno de los signos más característicos del tiempo presente es la debilidad de los vínculos sociales. Vivimos embarcados en una serie de dinámicas laborales y culturales que dificultan la generación y consolidación de relaciones comunitarias amplias y cotidianas. El fantástico ensayo del sociólogo estadounidense Richard Sennett, La corrosión del carácter (Anagrama, 2000), analiza profundamente las causas y consecuencias de una vida social planteada en el corto plazo, que facilita un repliegue automático sobre uno mismo y sus entornos seguros, y potencia una actitud defensiva frente a un mundo exterior cada vez más percibido como un lugar hostil, del que hay proteger, sobre todo, a los hijos. Sin duda alguna, la neurosis proteccionista de los menores es un rasgo que, de una forma u otra, nos afecta a todos los padres y educadores.

Sin embargo, dentro de este contexto general, hay un día al año en el que la actitud de sospecha de los adultos se pone en suspenso, y a los niños se les permite adueñarse de las calles y los espacios públicos, pudiendo lanzarse sin miedo a llamar a las puertas de casas de desconocidos, y a penetrar en los hasta entonces hermetizados santuarios de la privacidad familiar ajena. Ese día es el 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, Halloween. De reciente incorporación a nuestra cultura, por influencia de la dominante norteamericana, en Halloween se celebra de manera lúdica lo monstruoso, lo tétrico y lo oscuro, como un exorcismo colectivo de los miedos más profundos, a través de una arquetipización, casi caricaturesca, de ciertos personajes del universo de terror pop: Drácula, Frankenstein, la Momia, Freddy Krueger y otros muchos personajes de proveniencia mayoritariamente cinematográfica.

Como una reacción defensiva frente al enorme éxito de esta recién importada fiesta foránea, en los últimos años se ha impulsado con vehemencia desde ciertos ámbitos eclesiales una contra-fiesta de signo confesional católico, el Holywins (literalmente, «Lo Santo vence») ―ideada en la diócesis de Paris, en 2002―, en la que se invita a los niños a disfrazarse de santos, mártires y similares, para reivindicar la “belleza” de la imaginería tradicional religiosa frente a la “fealdad” de la nueva festividad pagana que habría desplazado a la vernácula fiesta de Todos los Santos. En muchas parroquias, mientras la gran mayoría de sus coetáneos de los pueblos y ciudades se entrega al juego del “truco o trato”, los (pocos) niños disfrazados de santos se concentran en los salones parroquiales, jugando entre ellos en un aislado espacio seguro (safety space), creado a propósito para ellos para mantenerles a salvo de la supuesta agresión imperialista-laicista que está sucediendo en el exterior.

No deja de ser curioso que el único día del año en el que a los niños les está permitido vivir con plena libertad el espacio público, saltándose a la torera los férreos límites en los que los adultos los enclaustramos so pretexto de protegerlos, justo ese día, la propuesta cultural de muchos católicos sea la de encerrar a sus hijos en las catacumbas. La creación ex novo de la pseudo-fiesta de Holywins expresa un modo de entender la fe como una contracultura que, implícitamente, ha renunciado a ser la sal de Tierra y a hacer suya, acogiendo lo valioso que tiene, la fiesta en la que participa el resto de la sociedad. Condenar una fiesta por el simple hecho de no ser “católica”, creando reactivamente ex nihilo otra celebración alternativa, apartada de la socialmente implantada, es probablemente la cosa menos católica que haya.

En septiembre de 1994, hace justo 30 años, la banda de pop irlandesa The Cranberries publicó su mítico sencillo Zombie, en el que se hablaba con gran valentía sobre cómo los nacionalistas del IRA, en su lucha contra la supuesta dominación británica de Irlanda del Norte, se empeñaban a fondo en llenar de miedos las cabezas de la gente sencilla, hasta volverlos como zombis: “In your head, in your head, they are fighting/With their tanks and their bombs/And their bombs, and their guns/In your head, in your head they are crying.” Al igual que hacían los ideólogos del IRA, como denunciaba tan lúcidamente la banda de Dolores O’Riordan, la invención de Holywins es un intento de meter a los niños en las batallas culturales de sus promotores, sustrayéndoles de la vida vivida, pretendiendo convertirles en unos inadaptados por una incapacidad de los adultos de estar y disfrutar entre la gente normal, a la que displicentemente se tilda de pagana y alienada.

¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la tierra; depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y excrecencia del universo ¿Quién desenredará este embrollo?” La celebración de lo horrendo y lo oculto durante la noche de Halloween encierra dentro de sí una conciencia muy inteligente (y muy epocal) de la naturaleza monstruosa del hombre, que tan bien expresaba Pascal en su Pensamiento 433, que está deseando aflorar, liberarse y, a la postre, ser salvada. Que, además, esta fiesta sea ocasión para vencer un día al año los miedos que proyectamos sobre nuestros hijos, debería ser motivo suficiente para replantearse ciertas críticas culturales que subyacen a la violenta pretensión de reducir la fe a una contracultura más. Me pregunto a veces quiénes son de verdad los muertos vivientes.

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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