El peligroso coqueteo con el diseño (inteligente)
Puesto que somos incapaces de entender al detalle cómo pueden haber evolucionado esas estructuras complejas sin un plan o diseño previo, hay que suponer, según el ID, que tienen una causa inteligente. Sin embargo, al proponer el diseño inteligente como respuesta a lo que la biología no logra comprender, el ID se salta la premisa fundamental del realismo: el método lo impone el objeto, y el conocimiento científico exige pasar por la observación atenta, la medición y la experimentación. Además, el asombro -por el que la razón conserva su estructura original de incansable apertura- nace más de la belleza del descubrimiento y de las nuevas preguntas que éste suscita, que de los aspectos que permanecen todavía opacos.
¿Qué pasaría con el diseño inteligente si la teoría evolutiva llegase a explicar, como es plausible, los mecanismos "de detalle" que han producido ojos tan parecidos como los de un mamífero y un pulpo a partir de orígenes totalmente distintos? ¿No quedaría sitio para una inteligencia superior?
La biología evolutiva, por su parte, ha establecido de forma incuestionable que todos los organismos vivos han evolucionado a partir de un ancestro común a lo largo de los últimos 3.500 millones de años, y ha documentado muchos acontecimientos específicos en el transcurso de esa larga historia. En este sentido, la evolución no es una teoría sino un hecho. Por otra parte, la biología evolutiva ha ido acumulando datos y elaborando hipótesis sobre los mecanismos genéticos y ecológicos responsables del cambio, y es aquí donde cabe hablar de "teoría" como conjunto de enunciados que, aunque en líneas generales explican las causas de la evolución, están siendo permanentemente reelaborados a medida que la nueva información obliga a revisar los esquemas preexistentes.
Sabemos, por ejemplo, que la variación se origina mediante mutaciones al azar en el ADN (donde azar significa que las mutaciones no son causadas por, ni están relacionadas con, las exigencias que el ambiente impone al organismo), que la selección natural de las variantes más exitosas a la hora de sobrevivir y reproducirse es el mecanismo que explica las adaptaciones, y que el origen de nuevas especies se produce por evolución del aislamiento reproductivo entre poblaciones. Pero las relaciones entre estos procesos distan mucho de resultar claras.
No sabemos en qué medida las adaptaciones contribuyen al aislamiento reproductivo, hasta qué punto es repetible la historia de la vida, o qué papel desempeñan las vicisitudes contingentes, en relación a otros fenómenos más deterministas, en el desarrollo de dicha historia. Parece, por ejemplo, que sin el impacto del meteorito que provocó la desaparición de los dinosaurios los mamíferos no habrían podido diversificarse. O que la hominización no habría sido posible sin los cambios de la corteza terrestre que, al originar un clima seco en el este de África, provocaron la sustitución del bosque tropical por la sabana y llevaron a nuestros antepasados a adoptar la postura erguida… No es de extrañar que tengamos la sensación de que, una y otra vez, nos ha tocado la lotería.
Pero también es cierto que la biología evolutiva está siempre tentada de caer en el reduccionismo, esa forma de irracionalidad cuya fórmula favorita es "esto (cualquier realidad) no es nada más que…". ¿Quién se atrevería a afirmar que, según su experiencia, una sonata de Bach no es nada más que un conjunto de ondas debido al movimiento vibratorio de las partículas del aire? Análogamente, el hombre, en su naturaleza más profunda, es libertad y autoconciencia y, como tal, es totalmente "otro" respecto de la realidad biológica que le precede y con la que, en cierto sentido, coincide.
Benedicto XVI, al comienzo de su pontificado, señaló con firmeza que "no somos el producto casual de la evolución". Desde entonces, ningún otro intelectual de Occidente ha defendido la razón con tanta energía. A finales del pasado mes de agosto, el pontífice convocó un seminario en Castelgandolfo para discutir sobre creación y evolución. Poco después, la prestigiosa revista Nature entrevistaba a uno de los participantes en la reunión. Aparte del titular ("tuve la impresión de que había un acuerdo general en considerar a la biología evolutiva una ciencia indiscutible y no una hipótesis"), el artículo señalaba que el Papa se había interesado vivamente en el debate científico, que no había ninguna intención de cuestionar la teoría evolutiva y que, por otra parte, el evolucionismo no debía ser extrapolado hasta adquirir una dimensión que no le corresponde, como cuando se pretende convertirlo en alternativa metafísica a la creación.
Pero para eso no habría hecho falta esperar tanto. Ya en 1969, el entonces profesor Ratzinger escribía, en una colección de ensayos publicada en Munich, que "la teoría de la evolución no anula la fe, ni tampoco la confirma. Pero la desafía a comprenderse mejor a sí misma, y a ayudar así al hombre a convertirse cada vez más en lo que está llamado a ser: una criatura capaz de decir Tú a Dios durante toda la eternidad". El mundo católico debería dejar de coquetear con el diseño inteligente y tomar buena nota, una vez más, de lo que es un uso adecuado de la razón.