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En el Mediterráneo, a la espera del alba

Editorial · Fernando de Haro
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24 septiembre 2023
Los que se juegan la vida en el mar no deberían salir de su tierra; Europa necesita población extranjera, pero Europa no establece rutas seguras ni piensa en fórmulas que facilite la integración.

El agua es negra, vinosa. He salido en el barco de Jony, pescador de La Línea de la Concepción, para hacer un reportaje sobre el conflicto entre España y el Reino Unido por las supuestas aguas territoriales de Gibraltar. La noche está tranquila, no hace mucho viento, pero las horas de navegación se hacen largas e inquietantes. Jony, marinero experimentado, no sale al mar abierto del Estrecho porque las corrientes y los vientos son peligrosos. Vamos en un pesquero de más de diez metros de eslora con todos los modernos instrumentos de navegación. Cuando rompe el alba, con sus rosados dedos, el mundo cambia, la luz lo hace todo diferente. Se ve clara, nítida, la costa de Marruecos, la costa de África, a menos de 14 kilómetros.

Volvemos a tierra. Jony lleva el pescado al mercado. Hemos estado navegando por un gran cementerio. En las aguas que hemos surcado han muerto, que se sepa, 2.400 personas en el último año, 20.000 en los últimos diez años. Solo en el Mediterráneo central 450 en los primeros tres meses de 2023. Hemos navegado por la ruta migratoria más mortífera del mundo. Muchos hermanos y hermanas “ahogados en el miedo, junto con las esperanzas que llevaban en el corazón”, ha dicho el Papa en Marsella.

Von der Leyen prometió hace unos días en Lampedusa mayores ayudas a los países del sur y un cambio de la política migratoria de la UE. Desde 2020 está pendiente el nuevo pacto y el proyecto de reglamento presentado este verano ha sido bloqueado en el Parlamento Europeo. El reglamento, si sale adelante, será insuficiente para resolver el gran desafío migratorio. Acelera las identificaciones de solicitantes de asilo y de migrantes económicos, identificaciones que ya vulneran derechos humanos. Establece la exigencia de dotarse con medios para acoger a 30.000 migrantes al año. Es la misma cifra que prevé para las reubicaciones en los países que no tienen  frontera con África. Las cifras son totalmente insuficientes. Solo en los tres primeros meses de este año, a través del Mediterráneo Central, han llegado a Europa 40.000 personas. Se trata de la ruta, que desemboca principalmente en Italia, la más utilizada. Las reubicaciones previstas son pocas y sabemos que los países que no son ribereños no suelen cumplir con sus obligaciones.

Mientras se incrementan las llegadas, Frontex, la agencia europea de control de frontera y de rescate, cada vez rescata menos. Los barcos se han ido sustituyendo por drones que no sacan a nadie del agua. La Defensora del Pueblo Europea, Emily O’Reilly, está precisamente estudiando la falta de predisposición de Frontex para salvar vidas.

Los gobiernos dificultan el trabajo de salvamento de las ONG argumentado que provoca un efecto llamada. Hay estudios recientes que desmienten ese presunto efecto. El informe Search-and-rescue in the Central Mediterranean Route does not induce migration, como otros trabajos similares, indica que prácticamente todos los intentos de cruzar el mar se explican por la intensidad de los conflictos, los precios de las materias primas y las catástrofes naturales, así como por las condiciones meteorológicas. Una política humanitaria de rescate no atrae más migrantes.

En nombre del efecto llamada se mantienen también centros para los migrantes con capacidad muy inferior a la necesaria. El claro ejemplo es de Lampedusa.

La migración por el Mediterráneo sufre la crueldad de las mafias, la mala política europea y la falta de un adecuado desarrollo de los países de origen. La paradoja es grande: los que se juegan la vida en el mar no deberían salir de su tierra; Europa necesita población extranjera, pero Europa no establece rutas seguras ni piensa en fórmulas que facilite la integración.

Jony y yo nos despedimos. Los dos, sanos y salvos, en la tierra donde hemos nacido. Volvemos de un cementerio sin lápidas.

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