Memoria de vida, Ouirgane

Editorial · Fernando de Haro
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17 septiembre 2023
La  apariencia nos quiere convencer de que todo eso se ha convertido en nada, que nunca fue más que nada pero intuimos la certeza de un presente auténtico, un presente eterno, la eternidad de todos los presentes. 

Un joven clava el pico en el suelo rojo del cementerio de Ouirgane, un pequeño pueblo aislado en el corazón de la cordillera marroquí del Atlas. La tierra se abre para acoger una tumba nueva. Una tumba sencilla, poco profunda, una tumba para Fátima, una de las víctimas del terremoto. Hay muchas tumbas nuevas en el cementerio de Ouirgane, todas ellas excavadas en las últimas horas. Los cuerpos yacen como prescribe el islam, sin ataúd, en contacto directo con el polvo. Forman pequeños montones de arena, cubiertos con ramas para que los animales no los desentierren de noche. Fátima murió sepultada por los escombros y su cadáver ha sido recuperado hace unas horas. En el pueblo continúan los rescates, no hay esperanza de encontrar a nadie con vida. El último se acaba de producir. Una casa de dos pisos se vino abajo el día del seísmo y Mohamed, un hombre ya mayor, quedó sepultado. Quince bomberos están a punto de sacar bajo los escombros lo que queda de él después de muchas horas de trabajo. Sus hijas esperan junto a las ruinas de su casa. Lloran. Guardan silencio. Lloran sin que nadie les diga: “no llores”. Los bomberos depositan los restos mortales de Mohamed en una camilla y lo cubren con una manta. Una de las hijas se lanza hacia ellos gritando con dolor, con ese dolor único que provoca la muerte. Los equipos de rescate la empujan con violencia para que no levante la manta y salen corriendo. La mujer corre detrás, sus amigas la intentan detener y ella grita con más fuerza, con el desgarrador aullido de quien ha visto la nada. Grita y grita hasta que pierde el conocimiento. Las mujeres del pueblo la intentan reanimar.

Mohamed hará pronto compañía a Fátima en el pequeño cementerio de Ouirgane. Se acostaron con las preocupaciones de siempre y se despertaron en otro presente.

El terremoto que ha sacudido el sur de Marruecos ha puesto de manifiesto las intensas contradicciones que vive el país. El Estado no llega a los pueblos del Atlas, pueblos tradicionalmente bereberes. Las carreteras de acceso exigen tres o cuatro horas para recorrer diez kilómetros. El desarrollo económico solo beneficia a algunos, en las montañas casi todos viven como hace siglos. El Rey, que impulsó una reforma constitucional en 2011, sigue siendo el factótum. No hay libertades. Ni uno solo de los camiones de ayuda salen hacia su destino sin que él lo ordene. Y Mohamed VI, vértice de una pirámide ineficiente, vive fuera de Marruecos. El país aliado de Occidente, el que mejor ha frenado la propagación de un islam integrista, el amigo de Israel, es incapaz de dar un techo digno a los que se han quedado sin casa.

Mohamed y Fátima reposaban en una casa hecha solo de barro y piedra. Ahora tienen como techo un circo de montañas bellísimo. El cementerio de Ouirgane no es un memento moris, -hoy estás y mañana ya no estás-. Es un memento vitae -ayer no estabas y ahora estás-.  Ahora.

El cementerio de Ouirgane es uno de los innumerables cementerios. Para los muertos y para los que han sobrevivido, para los que vivirán meses enteros fuera de sus casas. Imaginemos que hubiéramos podido ver la muerte de todas las Fátimas del Atlas. Imaginemos que hubiéramos conocido todas las envidias, las alegrías, todos los gestos de amor que hubo en sus vidas. La  apariencia nos quiere convencer de que todo eso se ha convertido en nada, que nunca fue más que nada.

La última luz antes de que termine el día en Ouirgane, incendiando el Atlas, nos alcanza con un radiante e incorruptible “ahora”. No es una suspensión ni el sentimiento de vivir un tiempo inmóvil y dorado. No es la idea de que ninguna de nuestras células envejece y el tiempo se queda inmóvil. Eso no sería suficiente. Es la intuición, la certeza de un presente auténtico, un presente eterno, la eternidad de todos los presentes.

 

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