Equivocados pero no confundidos
Miedo al error. “Vivimos circunstancias nuevas y es normal que en estas situaciones haya mucha gente que tenga miedo a cometer errores”, lo señalaba hace unos meses Alice Boyes en el Harvard Business Reviews. Alice daba algunos consejos a los managers para superar el pánico a equivocarse: “cuando tenemos miedo de equivocarnos, nuestro pensamiento se queda cerrado en un círculo muy pequeño. Imagínese que sale a caminar de noche. Le preocupa tropezar, así que no deja de mirar sus pies. Por eso, lo más probable es que acabe tropezando con un poste de luz”.
La inestabilidad va a más. No encontramos el punto de equilibrio entre la globalización y la desglobalización. Las cadenas de suministro no vuelven a la normalidad. Hay quien intenta proteger las instituciones, protegerse de la invasión tecnológica (poner barreras a la Inteligencia Artificial) y protegerse del deseo de autodeterminación.
Todo contribuye a aumentar el pánico a tomar el camino equivocado, a que nuestros hijos tomen el camino equivocado. Arthur C. Brooks, expresidente del American Enterprise Institute, ha escrito un artículo con un título muy significativo: Don’t Teach Your Kids to Fear the World (No le enseñes a tus hijos a tener miedo al mundo). No es fácil. Los padres piensan que el mundo es un sitio malo y en Estados Unidos se pasan 37 horas a la semana avisando a sus hijos de múltiples peligros. Esto se ha convertido en una de las primal world beliefs (creencias primarias sobre el mundo) que son las fundamentales para el desarrollo del carácter. Si tu a priori es negativo y el mundo es percibido como una amenaza todas las relaciones quedan afectadas. En The Intergenerational Transmission of Anxiety: A Children-of-Twins Study, un grupo de expertos recuerda que hasta ahora se atribuía la ansiedad de los hijos, en gran medida, a la herencia genética de los padres. En este momento parece claro que no es así y que se aprende. Los niños y los adolescentes copian de sus padres, de muchas maneras, ciertos comportamientos.
La inseguridad es generada por padres con buenas intenciones y pocas certezas. Y esa inseguridad es utilizada por poderes de todo tipo. Nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca ha habido más personas dispuestas a decirte lo que hay que hacer para evitar los daños del error.
Los managers de pequeñas y grandes compañías, como señalaba Alice Boyes, pueden quedar paralizados por la ansiedad. Miguel A. Ariño, también profesor de una escuela de negocios, en este caso del IESE de Madrid, defiende que “hay que aprender a convivir con el error”. Eso no significa que la equivocación o el acierto, por si solos, generen aprendizaje. “Equivocarse no es suficiente: hay que reflexionar sobre las decisiones que se han tomado y sobre cómo y por qué se ha llegado a una conclusión equivocada. Tampoco evitar la equivocación significa que se haya aprendido. Pueden haber salido bien las cosas por suerte” -señala-.
Es una cuestión de aprendizaje. Convivir con el error no es trágico, lo trágico es estar confundido. ¿Y cómo se puede no estar confundido? ¿Cómo se puede aprender realmente?
Hay que atravesar una niebla muy espesa. La duda sobre nuestra capacidad de aprender a partir de lo que ocurre, así como la sospecha sobre nuestra capacidad de juzgarlo de modo adecuado, tiene ya 400 años. Todo empezó a principios del siglo XVII cuando se desarrollaron los primeros telescopios. Paradójicamente, a partir de ese momento, el punto de partida ya no fue la admiración sino la duda. Desde entonces se separan la apariencia de las cosas y su verdad. Nos creemos incapaces de superar el error. No le damos crédito a la capacidad de juicio de nuestra razón. El racionalismo ha destruido la confianza en nosotros mismos, el mundo ha dejado de ser inteligible. Y, por eso, tiene que venir alguien a explicarnos lo que no entendemos. Ese alguien suele manipularnos. Lo puede hacer porque creemos que todos los errores son invencibles. Eso es lo que nos paraliza y hace frágiles.
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