El método y los milagros

Mundo · Roberto Fontolan
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5 septiembre 2011
Dentro de poco, Nueva York se llenará de coches negros, delegados y líderes. Será un caos, sobre todo en el barrio central de Manhattan, junto al río Hudson, en los alrededores de Naciones Unidas. Ocurre siempre que se reúne la Asamblea General de la ONU, de septiembre a diciembre. Naturalmente, los números uno, presidentes, primeros ministros y sus representantes, sólo se verán en la sesión plenaria, el resto del trabajo quedará en manos de los comités principales. Es el tiempo de los llamados sherpa, los que estudian (y llevan) papeles día y noche, escriben, preparan, verifican, confrontan. A menudo, los líderes no hacen otra cosa que confirmar y sellar el trabajo de sus sherpa.

A medida que se acerca la Asamblea, crece la agitación diplomática y este año hay una razón más para el nerviosismo y la tensión. Ciertamente, la ONU es un gigante enfermo, viejo e ineficaz, todos querrían reformarla radicalmente pero nadie encuentra el consenso suficiente para hacerlo, al menos no sobre la base de sus propias ideas. Por otro lado, también puede resultar una institución muy debilitada, pero no existe otro punto de encuentro para las naciones del mundo. Lo cierto es que en esa enorme sala donde se celebra la sesión plenaria y en los cientos de estancias y lugares que forman el sistema de la ONU, restaurantes incluidos, se lucha denodadamente por defender las propias posiciones y bloquear las de los demás. Pensemos, por ejemplo, en la resolución sobre Libia, que se recordará como una auténtica "herida" infligida a la credibilidad de la ONU al convertirla en el arma de destrucción y (quizá) eliminación de Gadafi cuando limitaba la intervención armada a la creación de una zona de exclusión aérea, o en el hecho de que, respecto a Siria, da la impresión de que el mundo no actúa precisamente porque la ONU no ha adoptado medidas adecuadas.

Un organismo lleno de achaques, pero indispensable. Hace unos meses, los palestinos anunciaron que pedirán en la Asamblea general el reconocimiento de su Estado autónomo. Por aquel entonces, el gobierno israelí había acusado a los palestinos de "querer un baño de sangre", la administración Obama declaró su contrariedad, y el movimiento se ha ido ganando la simpatía de gran parte del mundo. El caso se presenta muy complicado desde el punto de vista político y diplomático, debido también a que el camino abierto por las revueltas árabes se presenta tumultuoso e incierto, y sigue sin ofrecer puntos que sirvan para aclarar el conflicto palestino-israelí. Egipto y Siria tienen, cada uno a su modo, una gran influencia, pero hoy por hoy resulta imposible prefigurar la línea política que ambos países desarrollarán respecto a Tel Aviv y Ramala.

La discusión internacional, que inevitablemente volverá a situar su centro de atención en "la guerra más larga" (casi setenta años), ¿moverá algo en la política israelí? Ésta es la cuestión, porque desde hace demasiado tiempo Tel Aviv no ofrece una política, sólo una expectativa. Por otro lado, Hamás parece conformarse con el emirato en el que reina virtualmente, impidiendo salir a sus ciudadanos y agitando de vez en cuando la bandera anti-israelí con cohetes y acciones terroristas que tienen como principal objetivo desencadenar la reacción del adversario. La Autoridad Palestina, mientras sobrevive, lo ha apostado todo por su próximo movimiento. Pero el panorama es hostil, y después de los últimos ataques fronterizos hay quien teme, entre ellos los cristianos, que la situación empeore.

Por lo demás, en estos diez años que nos separan del 11 de septiembre de 2001 todo ha sido muy difícil: las estrategias políticas, las relaciones entre religiones, el diálogo entre culturas, las propias relaciones entre los hombres. Un tiempo oscuro que, a menos que suceda un milagro, la próxima Asamblea general no podrá declarar como terminado. Para ello, la política mundial tendría que encontrar otro método, totalmente apolítico, según las circunstancias actuales. El método del encuentro. Con un punto de partida diferente: no los derechos reclamados recíprocamente y legítimos, ni las injusticias cometidas, recriminadas y verificadas, ni la imperiosa necesidad de vencer a toda cosa, ni la enemistad regulada por acuerdos cada vez más frágiles, sino el reconocimiento humano. Que por cierto está en la base misma del nacimiento de las Naciones Unidas y de la Declaración fundamental de los derechos humanos, como relata Mary Ann Glendon en un libro magnífico.  

¿Por qué no intentarlo? El pasado mes de mayo, el Meeting de Rimini se presentó en un aula de la ONU ante decenas de funcionarios y diplomáticos. Allí el profesor americano Joseph Weiler dijo: "Todo aquello por lo que este palacio existe, lo hace el Meeting de Rimini". Es evidente, hasta para un niño, que existe una desproporción enorme entre el Meeting y la ONU, entre Rimini y Nueva York. No somos locos visionarios, como tampoco lo es Joseph Weiler. Pero lo que importa es el método, y ese método genera los milagros que la política necesita.

Il Sussidiario

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