Chesterton o la esgrima del sentido común
Una edición sumamente cuidada, empezando por la rigurosa traducción y el atractivo prólogo de Miguel Ángel Romero Martínez, que nos pone en contacto con un autor para todos los tiempos, un hombre que no solo pasó su vida leyendo, pensando y escribiendo, sino que tenía un enorme sentido de la realidad. Por eso nunca fue un intelectual especulativo y siempre salió al paso de ese tipo de intelectuales, presentes en todas las épocas, que pretenden que la realidad se ajuste a su ideología.
Hay una diferencia entre el Chesterton de 1910 y el de los años anteriores de sus colaboraciones periodísticas. Ahora vive, junto con su esposa Frances, en Beaconsfield, localidad a unos 40 km de Londres, y muchas mañanas toma un tren de cercanías para ir a la capital. No se ha alejado de la metrópoli para huir del “mundanal ruido” ni lleva una existencia idílica en la Little England, mitificada por cierta literatura. Su pluma sigue siendo combativa y ágil, quizás más que nunca, aunque escriba los artículos en su despacho, o en su jardín, en vez de hacerlo sobre la mesa de una taberna. Chesterton es, en acertada definición del prologuista Romero Martínez, un “espadachín danzante”. Es difícil escapar de sus mandobles dialécticos y no quedar impresionado por unas paradojas que el autor retuerce como si se tratara de un florete de esgrima. Acaso esto pueda explicar que uno de los escritores favoritos de Chesterton era Edmond Rostand, el creador de Cyrano de Bergerac. A esta obra del autor francés y a otra titulada Chantecler alude Chesterton en estos artículos, sin reseñarlas directamente, pero “tocando” con la espada de su ingenioso estilo a sus críticos.
Periodista, historiador, filósofo, antropólogo, poeta, crítico literario, y muchas otras cosas es Chesterton en esta colección de artículos. Trata de todos los temas imaginables con profundidad, y nunca con superficialidad. A esa destreza no se llega por el mero hecho de acumular conocimientos. No hace falta ser especialista. Solo hace falta sentido común, y esta cualidad del estilo chestertoniano choca frontalmente con los clichés ideológicos. Porque Chesterton es incompatible con ellos desde el momento en que considera que lo comúnmente aceptado no tiene por qué ser un criterio de verdad. Por ejemplo, si alguien dice que tal o cual cosa no sabe a Navidad o que la Navidad está en decadencia, Chesterton no lo admitirá, aunque se proclame desde tribunas influyentes. Considera que es un tipo de afirmación generalizadora que pretende decir cómo se siente la gente. Pero ahí está Chesterton para recordar que “yo sé cómo me siento”. Nuestro autor esgrime, nunca mejor dicho, el sentido común.
A Chesterton llegaron a reprocharle que no leía la prensa. Lo harían seguramente aquellos que solo se forman su opinión con la lectura de determinados periódicos. En uno de sus artículos responde que lo hace, pero eso sí, no cree en ella. De nuevo el sentido común. Un sentido común que tampoco encuentra Chesterton en ciertos críticos literarios, que imponen su visión parcial, aunque no coincida con la del autor reseñado. Tal es el caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, los personajes de Robert Louis Stevenson. De ese relato no se puede sacar la conclusión de que el hombre puede partirse en dos. Chesterton afirma que la intención del autor es la de que el hombre no puede partirse, aunque haya una mentalidad seudocientífica, que persiste en nuestros días, que se complace en semejante idea.
Otros ejemplos de muestra: en su defensa del sentido común Chesterton llega a escribir que grandes autores han echado a perder grandes historias. A esto podríamos añadir que bastantes lectores no cayeron en la cuenta de que estaban leyendo una obra de ficción, una obra literaria, con el consiguiente riesgo de tomársela completamente en serio. Chesterton podría alabar la precisión literaria de algunas obras, pero su sentido común le impide estar de acuerdo con el fondo. Estos serían los casos de El paraíso perdido de Milton, Fausto de Goethe, Tannhauser de Wagner o Salomé de Wilde. Por lo demás, al referirse a autores fallecidos en 1910 como William James y Lev Tolstói, nuestro escritor no negará su valía, aunque discrepará del pragmatismo del filósofo al considerar que “la verdad y la utilidad son cosas que van separadas para la gente normal”, y tampoco hubiera deseado que el novelista ruso hubiera sido el educador de sus hijos. En otro artículo Chesterton se muestra en total desacuerdo con Rudyard Kipling, el mitificador del imperialismo británico en la India, cuando afirma que las mejores personas son las que llegarán más arriba, los “elegidos”. En cambio, Chesterton asegura que no han sido elegidos ni por Dios ni por el pueblo, con lo que cuestiona el voluntarismo arrogante de Kipling, que debe mucho a la teoría de la evolución de Darwin.
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En Muchos vicios y algunas virtudes Chesterton combate con destreza los vicios de su época, que en gran parte siguen vigentes, si bien en algún momento tiene ocasión para elogiar alguna virtud. Lo hace en el caso del monarca fallecido en 1910, Eduardo VII, un rey popular entre su pueblo, del que resalta su amabilidad y cortesía. Su elegante porte en lo externo acompañaba a su profunda humanidad. Era la época del Imperio británico, pero Chesterton prefería el título de rey al de emperador, aunque algunos querían que el rey de Inglaterra también lo fuese. Argumentaba simplemente que el rey simboliza a una nación mientras que un emperador conlleva la ausencia de una nación. Visto el caso de los cuatro imperios europeos desaparecidos tras la Primera Guerra Mundial, habrá que admitir que Chesterton tenía razón una vez más.
Como tantos otros libros de artículos de Chesterton, este libro no ha de ser solo leído sino además subrayado y meditado no solo para encontrar frases lapidarias, que siempre las hay, sino para corroborar que los tiempos no han cambiado tanto en este Europa entregada al dominio de la razón pura y de las emociones efímeras. Con todo, si tengo que elegir una de esas frases certeras del “espadachín danzante”, me quedo con esta: “Los filántropos a veces se olvidan de que la piedad es muy diferente de la compasión, porque la compasión significa sufrir con los otros, y no simplemente lamentar su sufrimiento”.
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