Una verdadera memoria democrática no es militante

España · FRANCISCO MEDINA
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20 octubre 2022
La reciente aprobación definitiva en el Senado de la Ley de Memoria Democrática vuelven a traer a la luz de nuevo un pasado común en nuestro país: el episodio traumático que nos partió por la mitad en los años 1936 a 1939, en una Guerra Civil que nos dejó numerosas y profundas heridas.

Sólo el consenso logrado en la Transición entre las diversas fuerzas políticas y los sectores más aperturistas de un régimen que languidecía hizo posible lograr un punto de encuentro, de memoria, perdón y reconciliación en una sociedad que demandaba mirar hacia el futuro y construir juntos, lo que obligó a ceder a cada uno en sus diversas posiciones y dar espacio al otro.

Con la aprobación de la nueva Ley de Memoria Democrática, se quiere cristalizar, en una norma de rango legal, lo que no deja de ser un concepto aún en pañales y muy sujeto a apropiación indebida, como se dice en Derecho: la memoria democrática, que, en el texto, se formula, en cuyo desarrollo se atribuye la responsabilidad del Estado mediante la articulación de las correspondientes políticas públicas, en varias vertientes: reparadora, inclusiva y plural, canalizando las aspiraciones de la sociedad civil. Ello, en teoría, con ánimo de incentivar la participación ciudadana y la reflexión social y la reparación y el reconocimiento de la dignidad de las víctimas. Al menos, tal es el objetivo que el artículo 1 del texto, expresa cuando habla de la memoria democrática, “como conocimiento de la reivindicación y defensa de los valores democráticos y los derechos y libertades fundamentales a lo largo de la historia contemporánea de España, con el fin de fomentar la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones en torno a los principios, valores y libertades constitucionales”. A tal finalidad no cabría, en principio, formular objeción alguna.

Y digo en principio, porque, si se examina más detalladamente el conjunto del texto legal, la cuestión primera que se plantea es:  si la finalidad a la que obedece el concepto de memoria democrática (tal como está formulado en el artículo 1 del texto tramitado antes de su remisión al Congreso de los Diputados), responde verdaderamente a la necesidad de tomar conciencia de lo que somos y construir desde lo que somos y con otros (con lo que supone de afrontar el presente y el pasado), o, en el fondo, busca emitir algún veredicto de inocencia o culpabilidad sobre el pasado, como una impugnación del pasado desde el presente. En suma, si busca una legitimación jurídico-política a la construcción de un determinado relato sobre los hechos que han marcado nuestro pasado reciente.

Cuestión anterior a la que habría que añadir otra segunda: ¿En qué medida esta exigencia de memoria, tal como se plantea, contribuye a crecer en la conciencia de ser parte de un pueblo y construir con otros que tienen un diferente relato?

En el fondo, se trata de responder a la cuestión: ¿Cómo se concibe la cuestión de la identidad cuando se formula en una norma con rango de Ley?

O más concretamente: ¿Mi conciencia histórica -lo que me ha sucedido, lo que recuerdo, lo que olvido- sirve para la construcción de un relato que justifique mi propia posición o puede generar una narración común, al contrastarse con otros que han vivido ese mismo hecho tal como se les presenta

La memoria histórica, para ser real y concreta, para ser democrática, necesita ser construida de nuevo partiendo del reconocimiento del yo y del otro. La necesidad de una autoconciencia y la historicidad del yo, de un nosotros –que constituye, en esencia, el fondo de lo que subyace en la construcción de una memoria común-, sólo puede ser respondida en el encuentro con un tú que le interpela, le cuestiona, le abre a lo universal al ponerle en búsqueda continua de la verdad, en diálogo con otros. En línea con lo que Fornari -en su ensayo Memoria, deseo e historia. Acontecimiento del yo y alternativa de la libertad, desde San Agustín– señala, para hacer verdadera memoria de nuestro ser individuo y sociedad, nuestro relato ha de ser común y compartido.

En la memoria se conserva el olvido: en cada uno de nosotros está la tarea de volver a reencontrarnos con nosotros mismos y con los demás. Como señaló H. Arendt, nosotros somos lo que recordamos y lo que olvidamos; pero, por encima de todo, mi relación constitutiva con otra dimensión más grande. A través del tiempo que me es dado y que atravieso, queda a salvo mi encuentro con lo que recuerdo y lo que olvido, elementos ambos que son el trasfondo de nuestra libertad.

Nuestra memoria -individual y colectiva- es subjetiva, lo que condiciona la dura tarea de afrontar nuestro pasado reciente, las heridas de la Guerra Civil, la represión de los primeros años del Régimen franquista… y tantos otros episodios de nuestra historia, y ello pasa por la relación entre el yo y el nosotros (el hombre y la comunidad), sometida a la extrema fragilidad que caracteriza a las relaciones humanas, y que necesita de un elemento como el perdón, como relación fundamental entre los seres humanos, que no significa la mera resignación y/o justificación de los errores o crímenes propios, sino la capacidad de establecer un nuevo comienzo. El perdón es la única acción estrictamente humana que me libera de las consecuencias generadas por la acción; es el punto que me permite volver a recomenzar.

Una memoria democrática que responda a las exigencias de verdad, justicia y reparación, a mi juicio, debería vincularse a la construcción de la identidad personal y comunitaria (¿Quién soy yo para mí mismo? ¿Quiénes son los otros para mí? ¿Quién soy yo para ellos?); a la generación de un relato común, resultado de vivir el mundo tal como se presenta a cada uno, y de la pluralidad en el espacio público; como exigencia de verdad, justicia y reparación que todo ser humano lleva consigo. El perdón es, pues, elemento fundamental en nuestras relaciones humanas, porque es garantía de la exigencia de la pluralidad de los hombres en el mundo que aparece bajo la esfera política, en la que los hombres y las mujeres en su pluralidad y absoluta distinción los unos de los otros, viven juntos y se aproximan entre ellos para hablar con una libertad que solamente ellos pueden otorgar y garantizarse mutuamente.

Revisando el texto del articulado de la Ley, me parece claro que no se da ningún elemento que permita construir una memoria común, un relato compartido. Sin ánimo exhaustivo, varias razones apunto al respecto:

1.- En primer término, hay una concepción de una ciudadanía militante basada en una narración identitaria del pasado: la mención al carácter totalitario del régimen franquista; la única cita de las Constituciones de 1812, 1869 y 1931 como únicos elementos de progreso en la España del siglo XIX (omitiendo el Estatuto Real, la Constitución de 1845 o la promulgada con la Restauración borbónica), las referencias a una supuesta edad dorada, representada en la II República, que no considera la memoria democrática como algo vivo que surge de un relato compartido.

Por el contrario, desde una relectura del pasado de parte, el legislador renuncia a las exigencias del pluralismo ontológico, al no querer asumir las diversas experiencias vividas en el período comprendido entre 1936 y 1975. Del texto, que opta, de forma clara, por el bando republicano, se infiere una pereza para tratar de contemplar el fenómeno de la Guerra y el Franquismo desde la perspectiva poliédrica -por su complejidad-; lo que implica que, en el relato común, habría que escuchar tanto a quienes estuvieron en ambos bandos como a quienes se mantuvieron al margen. Según se va avanzando en la lectura de la parte dispositiva, aumenta la impresión de que se está intentando imponer un relato y justificarlo, desde el punto de vista jurídico (de, per se, ya grave), recogiendo demandas y aspiraciones de ciertos grupos o asociaciones representativas de determinados intereses. En este sentido, es problemático utilizar tipos penales como la apología como título habilitante para excluir de la vida pública ideas u opiniones que se tienen por no ajustadas al mainstreaming, cuando se trata de releer sucesos que ya han acaecido.

Así, y siendo interesantes los aspectos relativos a la identificación, exhumación e investigación de los desaparecidos, el relato de parte que se hace en la presente Exposición de Motivos sobre el surgimiento del llamado movimiento memorialista, la exhumación del dictador Francisco Franco y la resignificación (igualmente de parte) del Valle de los Caídos nada tiene que ver con el indiscutible e indiscutido interés legítimo que posee quien busca los restos de sus familiares desaparecidos. Parece, más bien, dar carta de naturaleza a quienes han decidido politizar el sufrimiento con el objeto de evitar la investigación de otros más graves (la exigencia de establecer el año 1982, como fecha de horizonte final en el que habrían tenido lugar los crímenes del franquismo, -que parece haber sido incorporado al texto final- supone dar carta de naturaleza a un relato sobre ETA que el abertzalismo alimenta desde 1968).

2.- En segundo término, la narración del régimen franquista en perspectiva emocional, traducida en aspectos que aún están inmersos en el seno del debate historiográfico, a saber:  la calificación de la sublevación militar del 18 de julio de 1936 como Golpe de Estado; las afirmaciones contenidas en el apartado I de la Exposición de Motivos, trufadas de un sesgo moralista.

En esta línea van las previsiones sobre el régimen sancionador (véanse los artículos 62 y las Disposiciones Adicionales Quinta y Sexta), acerca de los actos de apología o exaltación del franquismo, y de la previsible ilegalización de la Fundación Francisco Franco (que, aunque no se la nombra, se la ha confeccionado a su medida, mientras que otras – la Fundación Andreu Nin, la Fundación Pablo Iglesias o la Fundación Largo Caballero- estarían permitidas). Se adivina una visión restrictiva, en suma, circunscrita a un ámbito monolítico acerca de qué ideas han de estar en la vida pública y cuáles han de ser excluidas, que corre el riesgo de empobrecer o menoscabar esa pluralidad que caracteriza el ámbito de lo social. A ello no han ayudado las continuas declaraciones realizadas por el Gobierno al respecto. Porque la cuestión es que si se entiende por totalitarismo lo que se ha definido en la Resolución del Parlamento Europeo, de 19 de septiembre de 2019, no sólo debería ser ilegalizada la Fundación Francisco Franco; también otras que enaltezcan totalitarismos de cualquier otro corte. La definición ex novo de lo que se consideran como fines de interés general, hecha en la nueva Ley, para instar la ilegalización de entidades por el hecho de que realicen actividades que no encajen con el mainstreaming viene a ser reflejo de un cierto miedo a la libertad. Esto no tiene que ver con una democracia sana.

3.- En tercer término, la narración del presente en una perspectiva militante, con referencias a los recortes en la partida presupuestaria, realizadas en las Legislaturas del Gobierno del Partido Popular, respecto de los cuales se significa que la tarea iniciada en la entonces Ley 52/2007, se habría visto “abrupta e injustificadamente interrumpida. Este esfuerzo reparador en favor de quienes comprometieron su vida y su libertad en la lucha por la democracia y  las libertades no tuvo continuidad en las X y XI Legislaturas”; legislaturas a las que el anteproyecto -y ahora Ley- califica, sin remilgo alguno, de “parálisis estatal”, sospecho que por haber recortado las subvenciones a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y demás grupos que han ido creciendo (al amparo de gobiernos autonómicos) en las últimas legislaturas del gobierno González y en la época de Rodríguez Zapatero.

 4.- En cuarto término, la utilización de los informes emitidos por el Relator del Grupo de Trabajo de sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias (2014), Pablo de Greiff, y de la Recomendación de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, de 17 de marzo de 2006, como fundamentos para la elaboración del texto -tal como ha sido redactado-, sin tener en cuenta que dichos instrumentos no son vinculantes para los Estados.

Por el contrario, la referencia a tener en cuenta, actualmente, para la articulación de una política de memoria integral y no sesgada, habría de ser la Resolución del Parlamento Europeo, de 19 de septiembre de 2019, sobre la importancia de la memoria histórica europea para el futuro de Europa, en la cual se condenan las barbaries producidas por los totalitarismos nazi y soviético, y pide a los Estados tomar medidas que nieguen o minimicen las tremendas consecuencias del Holocausto, pero también del totalitarismo comunista.

Son muchos más los aspectos que salen en esta nueva Ley que se ha aprobado, y que  han sido puestos severamente en duda por diversas Administraciones y Órganos constitucionales que elaboraron sus informes en la tramitación del entonces anteproyecto (el informe del Consejo General del Poder Judicial es contundente al efecto). Llama poderosamente la atención que no fuese recabado dictamen del Consejo de Estado (quizá, porque quienes impulsaron esta Ley se podrían encontrar con una sorpresa), como también es llamativo que, en el trámite de información pública, no se hayan personado (para alegar) más ciudadanos ni asociaciones que las “memorialistas” o la Fundación Francisco Franco.

Sin minusvalorar los efectos que una legislación tiene en la sociedad en la que se implementa, lo cierto es que, desde hacía tiempo, el autodenominado movimiento memorialista y su éxito al conseguir promulgar una legislación de este tipo ha ido de la mano de la pérdida de nuestro relato común (nutrido de lo que eran certezas compartidas), de nuestra falta de interés real por una cultura despolitizada; quizá, también, porque estamos perdiendo el gusto por vivir juntos en ese espacio-entre-nosotros que es nuestra vida pública, cuando abandonamos el interés por comprender y comprendernos. Sin una sociedad de la conversación, de tomarnos en serio nuestras propias exigencias de verdad y justicia, y las del otro que tengo frente a mí, todo intento de legislar sobre lo que nos sucedió entre 1936 y 1978 no es más que reescribir la Historia y nada contribuirá, precisamente, a la finalidad que el texto pretende, porque el relato ya es sesgado y no compartido (y no es compartido porque no ha sido fruto de la conversación entre todos los españoles). Por eso, creo que esta Ley es una oportunidad perdida, aunque nada está escrito aún sobre los tiempos futuros.

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