El hombre y la máquina

Sociedad · Gonzalo Mateos
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14 septiembre 2022
Muchos hemos experimentado en vacaciones, al abandonar el móvil y el portátil durante unos días, lo excesivamente dependientes que nos hemos vuelto de la tecnología. En ocasiones para bien.

La técnica nos facilita la vida, reduce los tiempos que dedicamos a actividades repetitivas o de poco valor, y nos permite acceder fácilmente al conocimiento y a los que están distantes. Pero estos artefactos, al mismo tiempo que nos ayudan, nos cambian y nos transforman, y modifican profundamente el modo de entendernos y relacionarnos, y, de manera gradual, pero significativa, cambian el sentido de nuestra historia personal y colectiva. Nuestra generación está viviendo una de esas metamorfosis antropológicas que se presentan de manera inesperada, profunda y rápida, y que convierten en urgente e imprescindible una reflexión colectiva que nos vuelva a colocar como protagonistas libres y conscientes de lo que nos ocurre.

Todas las épocas se enfrentan a sus propios dilemas de los que no pueden escapar, preguntas que se ponen delante y que han de responderse a riesgo de que otros lo hagan en nuestro nombre. Preguntas relevantes que aun siendo siempre distintas, acaban siendo muy parecidas: ante la tarea de la vida ¿es más relevante funcionar o existir?, ante los adelantos técnicos ¿quién es el que configura a qué, el hombre o el artefacto?, ante la profundidad y la vertiginosidad de los cambios ¿quién soy yo?, ¿qué es lo que me define siempre?, ¿qué es en mí insustituible?

Como todos los veranos el Meeting de Rimini nos ha puesto por delante algunas de esas preguntas generacionales. Este año su lema ha sido Una pasión por el hombre y en él se ha celebrado el encuentro titulado “La maquinización del hombre y la humanización de la máquina”. Un diálogo que comienza preguntándose si lo humano está en crisis, y si los hombres disponen entre los que viven todavía de una singularidad o si, atraídos por la potencia de nuestros aparatos, acabamos deseando parecernos más a ellas, y que ellas puedan algún día parecerse a nosotros para poder sustituirnos. Ante la aparición de androides y robots progresivamente más capaces, la exponencial capacidad del uso de los datos a gran escala, la efectividad de los algoritmos y de la inteligencia artificial, la potenciación del hombre con dispositivos, prótesis y aparatos cibernéticos y hasta la paradoja de una conciencia humana de silicio, ¿qué es lo que nos diferenciará de los seres artificiales?, ¿y qué nos permitirá preservar nuestra singularidad, y aceptar nuestra inevitable fragilidad?

Las preguntas más urgentes ya no son las que se preguntan sobre la naturaleza de las máquinas, si no, si ante la enorme potencia de las capacidades que se nos ponen a nuestro alcance, lo humano sigue teniendo un valor insustituible. Podemos viajar más rápido y más lejos, pero ¿por qué queremos viajar?, ¿merecerá la pena llegar?, ¿qué límites debemos ponernos para no perdernos en el camino?

Pocos museos me han producido más impacto como el itinerario que plantea el Museo Plantin-Moretus de Amberes, el primero declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad. La visita a la casa original de la más importante familia editora del siglo XVI permite atisbar las formidables consecuencias de la aparición de unos artefactos aparentemente inocuos: las primeras imprentas. Delante de aquellas primeras prensas de libros se comprende el inmenso salto que supuso para la sociedad la divulgación a gran escala del conocimiento, del pensamiento y de la creatividad humana de los siglos anteriores. Aquella historia de la aparición de la escritura que tan bellamente nos describió Irene Vallejo en su imprescindible libro El universo en un junco, dio un extraordinario brinco cambiando para siempre la historia y precipitando la aparición del mundo moderno. La máquina de vapor, el ferrocarril y las fábricas ayudaron a ese nuevo modo de vivir, de trabajar y de entretenerse. Basta leer a Orlando Figes en Los Europeos para entender cómo aquellos ingenios cambiaron de raíz la cultura pasando de estar en manos de unos pocos a estar al alcance de todos, creando un canon cultural por primera vez accesible en la historia para todos los hogares y escuelas. La cultura de masas nació sobre los raíles del tren.

El descubrimiento del bit en 1948 convirtió casi en una nimiedad la invención de la imprenta. Abrió la posibilidad, antes atribuida en exclusiva a los dioses, de crear artilugios que ejecutaban, decidían y aprendían por su cuenta. A la revolución de la información se unió la revolución de la biotecnología y de la neurociencia que nos permitió la manipulación de los seres vivos y atravesar unos límites que pensábamos nunca podríamos alcanzar. Y de esta forma pasamos del homo digitalis al homo deus, que dejó definitivamente enterrado al homo sapiens. A ese viaje puede que sólo estén invitados algunos hombres “mejorados”, pero puede que muchos se queden fuera. Comienzan a aparecer brechas crecientes y carreras que sólo ganarán los que hayan podido inscribirse en ellas.

Pero si miramos más allá de los hechos y buscamos su significado, lo relevante en este asunto lo habíamos decidido ya desde hace algún tiempo cuando comenzamos a concebir al hombre por su utilidad, por su éxito, por su resultado. En economía ya hemos normalizado hablar de recursos humanos o capital humano, y en educación los skills o habilidades que preparan a los estudiantes como si de máquinas se tratara para triunfar en el mercado laboral. La diferencia entre los hombres, y entre los hombres y las máquinas, parece que ya sólo se trata de una cuestión de cantidad.

Y es entonces cuando el hombre se descubre limitado, con una falla indeleble. Porque no corremos como los guepardos ni volamos como las águilas. Ni somos tan fuertes como las excavadoras ni leemos tan rápido como los procesadores de textos. Enfermamos y nos distraemos imaginando planes perfectos. Y por eso, en nuestro deseo de ser Ícaros, nos afanamos en estudiar un segundo master, en sudar con el fitness para forjar nuestro cuerpo, o en comprar el último utensilio digital que nos organice cada momento en busca de nuestros objetivos. Nos mecanizamos y nos hacemos acompañar de máquinas cada vez más perfectas que nos permitan borrar la incómoda sensación del límite y de la herida, la herida de nuestra fragilidad humana.

Y es entonces cuando nos equivocamos. Basta con mirarse con realismo y afecto. La naturaleza del yo no es funcional, es existencial. El hombre es el único ser, natural o artificial, que busca el sentido de todo. Nuestro fallo de serie, nuestro límite, no es un defecto, no es una debilidad, es lo que nos define y nos hace únicos. Las maquinas no tienen defectos, funcionan o no funcionan.  Deep blue no juega ni nos gana al ajedrez, simplemente ejecuta una rutina. El hombre crea, imagina y disfruta de la realidad, aunque sea inútil a los ojos del pragmatismo. Nos dejamos empapar por una lluvia repentina y jugamos a saltar sobre los charcos. El problema no está por tanto en temer el desarrollo de la inteligencia artificial. El problema quizá sea la estupidez humana que ha dejado de preguntarse sobre su existencia.

Decía Hannah Arendt en su libro La condición humana que “si sucediera que conocimiento y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiríamos en impotentes esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros conocimientos prácticos, irreflexivas criaturas a merced de cualquier artefacto técnicamente viable por muy mortífero que sea”.

En su premiado cuento La vida secreta de los Bots, Suzanne Palmer, comienza describiendo el Mantra del Despertar o el conjunto de subrutinas que los bots han de comprobar para saber si están a pleno rendimiento. “Me han activado, por tanto, tengo una finalidad –pensó el bot– . Tengo una finalidad, por tanto, proporciono servicio”. Ojalá podamos cada uno y todos juntos buscar y encontrar nuestra finalidad más allá de nuestra actividad o servicio. Ojalá redescubramos la pasión de ser hombres, de paladear, nosotros sí, el dulce sentido de nuestra existencia limitada.

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