Hamburguesas rusas: no hay cultura sin experiencia

Editorial · Fernando de Haro
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18 julio 2022
Hamburguesas pero sin patatas fritas. En los Vkusno i tochka, repartidos por Rusia, los empleados llevan uniforme, trabajan detrás de un logotipo verde y naranja y sirven el producto envuelto en papel de vistosos colores. Pero la carne no puede acompañarse de patatas fritas por las sanciones internacionales.

La cadena de restaurantes Vkusno i tochka (Sabroso y punto) de Putin quiere ser la alternativa a los McDonald’s estadounidenses. Se le parece en casi todo, menos en el sabor de las hamburguesas. Son la expresión de los motivos por los que la palabra cultura, en este caso la popular, vuelve a ser algo importante. La cultura se ha convertido en la mejor herramienta para intentar una respuesta identitaria a la globalización. La cultura se ha convertido en el campo de batalla en el que se afirman los principios que se quieren defender.

El término “guerras culturales” lo popularizó en los años 90 el sociólogo James Davison Hunter. Lo utilizó para explicar la creciente polarización que se había producido en Estados Unidos entre progresistas y conservadores. Algunos, después, han apostado por librar batallas culturales para afirmar principios como el derecho a la vida (desde la concepción hasta su fin natural), la diferencia sexual basada en la naturaleza, la libertad religiosa o la libertad de conciencia y la libertad de expresión limitadas por lo políticamente correcto. Para afirmar, en definitiva, la existencia de Dios. No es extraño que, en esa lucha, esos grandes valores acaben convertidos en armas ideológicas que se utilizan contra otras armas ideológicas, cada vez más separadas de la vida concreta.

Olivier Roy (La santa ignorancia) ha mostrado cómo el supuesto renacer religioso de ciertos movimientos evangélicos (ajenos a la tradición protestante) y de ciertos movimientos islámicos es una expresión ideológica de la secularización. En este caso, lo religioso circula fuera del saber, es puro creer, sin relación alguna con la cultura. La afirmación “Dios existe”, o “Cristo es el Señor”, llega a ser una fórmula, una noción, desconectada del conocimiento, de lo humano y de la cultura. No es una respuesta a la secularización sino su mejor aliado.

La cultura es lo que nos hace humanos. Como pusieron de relieve Peter J. Richerson y Robert Boyd (Not by genes alone. How culture transformed human evolution), los animales no son capaces de acumular innovaciones accidentales. Son capaces de usar una piedra para abrir una nuez, pero solo transmiten la herencia genética. Los hombres mejoramos la mejor piedra, convertimos un descubrimiento en herencia no genética, en tradición, es decir en una continuidad creadora que conserva, renueva y se ofrece a cada individuo como posibilidad.

El antropólogo Ulf Hannerz hace ya más de 20 años señaló que la cultura (la tradición) no puede considerarse como un conjunto de estructuras cerradas que la persona repite de un modo pasivo, determinista. Esta concepción estática, y al final ideológica, alimenta en no pocas ocasiones la defensa que se hace de la “cultura occidental” o de la “tradición judeocristiana”. Hannerz prefiere hablar de “hábitats de significado” y afirma que la cultura se genera y se articula siempre en la experiencia personal. Ya decía Eliot que cultura es aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida.

No hay cultura sin experiencia. Y no hay experiencia sin conocimiento y sin encuentro con lo distinto. Byung-Chul Han (La expulsión de lo distinto) señala con acierto que “viajamos por todas partes sin tener ninguna experiencia. Nos enteramos de todo sin adquirir ningún conocimiento. Se ansían vivencias y estímulos con los que, sin embargo, uno se queda siempre igual a sí mismo”. La información y la Inteligencia Artificial, que es una forma de cálculo, no nos ponen delante de lo diferente. “Calcular es una inacabable repetición de lo mismo”. La repetición de lo que es idéntico “no puede engendrar un estado nuevo. Es ciego para los acontecimientos. Un verdadero pensar tiene carácter de acontecimiento (…) El acontecimiento engendra una nueva relación con la realidad, un mundo nuevo, una compresión nueva de lo que es”. No hay cultura porque no hay experiencia, porque no hay conocimiento, porque no se construye un hábitat personal de significado. No hay experiencia cuando se repite un esquema, cuando se repite una herencia sin comprobar su valor en el presente. La cultura no nace de lo que cada uno construye repitiendo lo mismo, lo idéntico, como fue dicho por el maestro, sin tener en cuenta la historia, sin una apropiación para construir un hábitat personal de significado. Cuando se dejan de acumular innovaciones la cultura desaparece, se traiciona al maestro. La innovación decisiva siempre es la última, la que cada persona hace con su vida. Por eso no hay nada más alejado de la verdadera cultura, de lo propiamente humano, que una “guerra cultural”. Las guerras culturales no están a merced de lo único que realmente innova: la aparente fragilidad de personas con experiencia. Las guerras culturales no necesitan a personas declinando el significado en sus circunstancias, solo necesitan militantes. La afirmación de un conjunto de valores y de enunciados religiosos, que no se ha convertido en hábitat de significado personal, es una forma de secularización, de manifestación irreligiosa. No basta con cambiar el logotipo para que las hamburguesas sean rusas.

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