Epifanías en la villa miseria

Cultura · Lucio Brunelli
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14 enero 2022
En relación con el número de habitantes, Argentina ha tenido más muertos por covid que Italia e incluso que Brasil. Más de cien mil víctimas –y siguen aumentando– en una población de 44 millones de habitantes.

La “peste” no ha privilegiado a nadie pero ha mostrado su rostro más cruel en los barrios de emergencia, a los que en Argentina llaman “villas miseria”, nombre cuya paternidad parece remontarse a una novela que publicó Bernando Verbitsky en 1957, titulada Villa miseria también es América.

El libro de Alver Metalli se inspira en la vida cotidiana de uno de esos barrios de emergencia –La Cárcova– durante el tiempo terrible de la pandemia. No se trata de un estudio sociológico sino de un diario que recoge historias, personajes y experiencias vividas. Periodista y escritor, mitad italiano y (a estas alturas) mitad argentino, Metalli no está de visita en los barrios más pobres y peligrosos de la periferia de Buenos Aires. No estaba dando vueltas por allí tratando de hacer un reportaje novedoso o buscar inspiración rápida para una de sus interesantes novelas. Hace ocho años que vive, que ha elegido vivir, en uno de esos lugares de mala muerte. Una decisión temeraria porque ni siquiera las ambulancias se aventuran a la ligera por los malolientes callejones de las villas argentinas. Lugares donde el eco siniestro de un tiroteo rompe con frecuencia la quietud de la noche y la vida parece valer menos de un centavo. El Papa Francisco, que conoce bien al autor del libro, describió así la decisión de Alver: “Hace seis años dejó atrás su hermosa casa en un barrio residencial de Buenos Aires para irse a vivir a las barracas de La Cárcova. Lo hizo atraído por el testimonio del padre Pepe y porque sintió que así podía realizar mejor, con alegría, su vocación cristiana, madurada en la escuela espiritual de don Giussani y sus Memores”.

El padre Pepe es el párroco de La Cárcova y también uno de los sacerdotes más populares de Argentina. Desde hace muchos años ejerce su apostolado en las villas miseria, en un ambiente difícil y precario, renunciando a comodidades de las que probablemente nosotros no podríamos prescindir. Y muchas veces arriesgando también su vida. El padre José María di Paola –tal es su nombre completo– fue amenazado por los narcos locales porque llevaba sus clientes a los Hogares de Cristo, albergues donde los adictos pueden intentar liberarse de la droga. Pero el padre Pepe no es un cura-antimafia. Sólo es un sacerdote, nada más. Misas, bautismos, procesiones y una pequeña comunidad cristiana formada por cartoneros, trabajadores precarios, desocupados y hombres y mujeres del pueblo, que con el tiempo ha ido creciendo, y mucho. Un testimonio de Cristo vivido con humildad y alegría, haciéndose prójimo de las personas más pobres y marginadas.

Alver Metalli llegó a la Argentina hace más de treinta años, se hizo amigo del padre Pepe y un día –en 2013, no por casualidad el año de la elección de Bergoglio como Papa– sintió el deseo de compartir la misión de ese sacerdote. Sin abandonar su profesión de periodista y escritor pero dedicando cada vez más tiempo al servicio de la comunidad cristiana que estaba creciendo en la villa.

Toda esta historia, todo este espesor humano, está detrás de Epifanías, y es bueno conocerlo para apreciar mejor su contenido. Es un libro que se asemeja mucho a una novela. En algunas páginas uno tiene la impresión de estar leyendo una Spoon River latinoamericana, una galería de personajes vagamente surrealistas como la vendedora de billetes de lotería a la que Metalli dedica uno de sus retratos más logrados; historias de delincuentes que terminaron mal o redimidos in extremis por la Gracia de Dios, que se manifiesta a través de la humanidad acogedora (aunque nada empalagosa) del padre Pepe y sus amigos. Todos son, obviamente, personajes reales y no fruto de la imaginación. Historias de vidas a veces inverosímiles y, además, convulsionadas por la difusión del virus. La pandemia ha paralizado casi completamente las actividades en la villa, ha quitado la posibilidad de recurrir a esos pequeños trabajos en negro que en tiempos normales proporcionaban cierto sustento a las familias y ha llegado incluso a dificultar el alimento cotidiano. Metalli nos muestra en sus relatos las filas que cada día se forman en distintos puntos de la villa para recibir un plato de comida caliente. Sin refugio, bajo la lluvia helada, llevando todo tipo de recipientes rudimentarios para consumirlo. Tres mil raciones por día distribuidas por una red capilar de voluntarios que surgió y se organizó en torno a la parroquia del padre Pepe. Esta increíble expresión de caridad y solidaridad es la sorpresa más verdadera y más hermosa para el autor del libro. Y en efecto el título, Epifanías, se inspira literariamente en el escritor James Joyce, que utilizaba esta palabra para referirse a una imprevista revelación espiritual provocada por un gesto, un objeto, una situación cotidiana, que parecen banales “pero que revelan algo más profundo, más significativo e inesperado”. La revelación, para Metalli, es la solidaridad que ha florecido dentro de la villa como respuesta a la violencia mortífera de la “peste”. La movilización de personas –hombres y mujeres– que viven en la villa, no almas generosas que van y vienen desde los barrios pudientes de Buenos Aires. Personas a las que el confinamiento les ha quitado el trabajo y la enfermedad, los ha privado de familiares y amigos. Podrían quedarse a salvo en sus casas y, sin embargo, se arriesgan a contagiarse acudiendo todos los días al amanecer a la parroquia del padre Pepe; un equipo pela papas y corta verduras, otro las cocina, otro lava las ollas enormes y desinfecta el lugar. Y después los voluntarios se encargan de la distribución al aire libre, en seis puntos distintos de la villa…

“La solidaridad –dice Metalli– sobre todo cuando abraza una población numerosa y se prolonga en el tiempo, no es algo automático ni se improvisa de un día para otro. No bastan los llamados a ser solidarios para multiplicar la solidaridad, no bastan las exhortaciones a compartir con los demás tiempo, energía y recursos (…) Lo que ha ocurrido durante la pandemia, la gran movilización que se ha visto en acción en los barrios marginales, tiene un sustrato de fe –sostenida, desarrollada y traducida en obras– que es de cada uno y es del pueblo. Un sustrato de devoción popular. Hecha de invocación a los santos, de imitación de sus virtudes. De confianza en la Virgen. De rosarios y jaculatorias”.

¿Y qué se esconde detrás de la radical elección de vida del autor del libro? Un heroico altruismo o un innato espíritu de aventura por sí solos no podrían sostener en el tiempo el impacto de la realidad nada romántica de las villas miseria. Sobre todo no podrían hacer posible –ni siquiera juntas– un realismo sin concesiones y esa serenidad última, incluso la sonrisa que se trasluce en la mirada del que escribe estas páginas. A Metalli no le gusta hablar demasiado de sí mismo. Como buen cronista-testigo pone en primer plano las historias de los pobladores de la villa y la obra de los sacerdotes que trabajan junto con el padre Pepe. Con pudor, sin revelar nombres ni detalles, menciona una fotografía que desde hace cuarenta años lleva consigo en cada uno de sus viajes por América Latina y que ahora se encuentra en la habitación húmeda y acosada por las ratas donde se aloja en la villa. Allí se lo puede ver con el padre Luigi Giussani, su amigo y padre en la fe, en la terraza de un aeropuerto, a punto de partir. Un largo viaje que todavía no ha llegado a su fin y que por ahora está haciendo escala en “un suburbio de la periferia de Buenos Aires infectado, como todo el mundo, por una peste que mata y todavía no tiene cura”.

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