Año nuevo

Editorial · Fernando de Haro
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10 enero 2022
No podemos empezar 2022 como comenzamos 2021 o 2019. Estamos en un año nuevo, hace tiempo que estamos en un momento nuevo.

Por eso no se puede entender el mundo si lo dividimos entre republicanos y demócratas, entre partidarios del mercado y del Estado, entre soberanistas y europeístas, entre pro-iraníes y pro-israelíes. Tampoco está la frontera entre los que, con gran generosidad, afirman la objetividad de la naturaleza humana y los que apuestan, buscando la libertad, respuesta en la autodeterminación nacional o de género. No está entre los defensores de Occidente y sus detractores, ni entre los partidarios de la cancelación y los partidarios de la tradición, ni entre los populistas y los defensores de la democracia, ni entre los liberales y los iliberales. Ni siquiera entre los que se dicen, en cierto modo, religiosos y los que se dicen, en cierto modo, laicos. Entre los que quieren legar el tesoro recibido a sus hijos apartándose del mundo y los que saben que no hay refugios. Algunas de estas distinciones tienen algún valor, no hay que negarlo. Otras simplemente se han quedado antiguas, son golpes de viento.

Hace tiempo que comenzó un año nuevo. Lo supo ver a mediados de los años 80 Augusto del Noce, cuando rechazaba que el siglo XX hubiera que comprenderlo como el resultado de la lucha entre las fuerzas del progreso y de la reacción. La diferencia la marca la secularización. ¿Pero no hemos dicho que la diferencia no está entre los que en cierto modo son religiosos y los que en cierto modo son laicos? ¿A qué viene hablar ahora de secularización?

Sin duda la secularización, como tradicionalmente se ha entendido, nos ha alcanzado a todos. Hace mucho tiempo que en Occidente, afortunadamente, las instituciones y la religión están separadas. La práctica religiosa se ha reducido de forma considerable. También la pertenencia a una religión institucional se ha convertido en una opción entre muchas otras. La secularización en su comprensión tradicional no nos distingue. Todos, queramos o no, estamos secularizados. Lo que no significa que todos seamos ateos. Al contrario. Como todos estamos secularizados en el sentido tradicional de la palabra, todos hemos vuelto a un estado pagano. Lo mistérico y el anhelo de expiación aparece por todas partes. Hemos vuelto a la segunda mitad del siglo II de nuestra era: vivimos, como entonces, una gran incertidumbre y un “alto consumo de religiones nuevas”, en aquel momento asiáticas. Lo explica con precisión Lipovetsky: el individuo de este comienzo de siglo, “narcisista, es propenso a la angustia y a la ansiedad; formado en un universo científico y sin embargo permeable, aunque sea solo epidérmicamente, a todos los gadgets del sentido: el esoterismo, la parapsicología, los médiums y los gurúes”.

En la sociedad supuestamente secularizada, en realidad ya postsecular –no solo por el islam– religiosos y laicos se agarran a los gadgets, a los aparatitos, a los artefactos que parecen bien diseñados para los momentos en los que la necesidad de sentido se hace perentoria. Sucede en las religiones institucionalizadas y en las creadas por uno mismo. Pueden ser actos de devoción más o menos clásicos o un momento de comunión con la Madre Tierra.

Si estamos ya todos secularizados, si hemos aceptado la transcripción de los dogmas cristianos en ética, si todos somos paganos, ¿qué sentido tiene retomar la diferencia de la que hablaba Del Noce?

Hay una última secularización y una última religiosidad que no depende de cuántas veces se menciona a Dios. Estamos en un tiempo en el que nos llueven dioses por todos lados. La frontera está entre los que consideran, como Marco Aurelio, que las cosas y las obras de los hombres son “humo y nada”, “un pájaro que voló, que desaparece antes de que podamos echarle mano” y los que le reconocen algún sustento. La secularización de la que hablamos no es la de los que no van a misa o a la mezquita. Es el “desprestigio de la realidad de lo real, de la dura piedra del dato y de la densa carne del hecho, de la consistencia de toda la materia que se puede llegar a conocer”, a la que se une “la devastadora potencia que llega al alcanzar la realidad de lo irreal” (González Sainz).

La frontera ahora está marcada por los que se dicen “late corazón…no todo se lo ha tragado la tierra” (Machado) y los que ya se han conformado con ser “entre dos oscuridades, un relámpago” (Aleixandre). La diferencia está entre quien reconoce que se nos ha secado el alma, “pero no del todo, no hasta la aniquilación, sedienta sigue adelante” (L. Glück) o quien ya solo desea ser “el perro de un perro para que le saque a pasear” (R. Bandini). Estamos en un año nuevo.

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