La crisis del islam político, entre Estado civil y emirato
En Egipto, la experiencia de gobierno de los Hermanos Musulmanes naufragó rápidamente, abriendo camino al golpe de estado del general Al-Sisi. En Sudán, las revueltas populares de 2019 decretaron el fin del gobierno islamista de Omar al-Bashir después de tres décadas. En Túnez, el partido Ennahda vio caer sus apoyos significativamente y es el objetivo principal del golpe de fuerza con que el pasado mes de julio el presidente de la República, Kais Saied, bloqueó las actividades del parlamento. En Marruecos, el partido islamista Justicia y Desarrollo, con más de diez años en el gobierno, se hundió en las últimas elecciones legislativas, pasando de 125 a 13 escaños. Todos estos ejemplos plantean la cuestión de la posible trayectoria del islam político definido como “moderado” o “gradual”, es decir, esos movimientos que, a diferencia de las organizaciones yihadistas, están dispuestos a actuar dentro de las estructuras institucionales que ya existen.
Importantes representantes de esta corriente han recibido de hecho la victoria talibán como señal de un rescate del islam. Así lo han hecho la Unión mundial de Ulemas musulmanes en Doha, punto de referencia para la galaxia del islamismo “gradual” tanto en el mundo árabe como en Occidente. De hecho, algunos de sus líderes también forman parte del Consejo europeo de la Fatwa de Dublín, una de las organizaciones que miran los musulmanes residentes en Europa que simpatizan con el islam político. Es el caso, por ejemplo, del expresidente de la Unión, Yusuf al-Qaradawi, que fundó y presidió durante muchos años el Consejo europeo de la Fatwa, o el actual secretario general de la Unión, Ali al-Qaradaghi.
Desde la toma talibán de Kabul, la Unión mundial de ulemas ha defendido abiertamente al nuevo gobierno afgano. Sobre la relación entre la Unión y los talibanes se ha pronunciado Al-Qaradaghi en una entrevista publicada a primeros de septiembre en el periódico digital filoislamista Arabī21. En esa conversación, el secretario general explica las razones del apoyo a los mulás refiriéndose a los principios contenidos en la Carta de la Unión, según los cuales este documento “abraza a todos los ulemas que se adhieren al islam en cuanto a la doctrina, la sharía y el estilo de vida”. También explicaba que una de las razones por las que la Unión quiere ayudar a los talibanes es contribuir a recomponer su imagen para que la gente no los etiquete como “talibanes u otra cosa, sino que digan sobre todo que el islam es esto”.
Las relaciones de los talibanes con esta institución se remontan en realidad a hace al menos un año. En el otoño de 2020 el expresidente de la Unión, Yusuf al-Qaradawi, y el actual presidente, Ahmed Raysuni, se reunieron varias veces con la delegación talibán. En una de esas ocasiones, Raysuni definió Afganistán como “un país muy querido para nosotros” y expresó su deseo de que con el tiempo pudiera convertirse en “un modelo de convivencia para todo el mundo islámico”. Durante su último encuentro, el pasado 18 de septiembre, ambas partes acordaron cooperar en tres proyectos de economía, educación y creación de un “gobierno bien guiado” en Afganistán. Los detalles de la cuestión no se dieron a conocer y tampoco está claro qué se entiende por “gobierno bien guiado”. Lo cierto es que la expresión árabe utilizada remite de manera ideal al gobierno de los primeros cuatro califas que se sucedieron tras la muerte del profeta del islam, conocidos precisamente como “los califas bien guiados”, considerados por la tradición islámica como un símbolo del buen gobierno y de la época dorada del islam.
El firme apoyo de la Unión mundial de los ulemas al gobierno talibán plantea una importante pregunta sobre el sistema político ideal de partidos y movimientos islamistas. Desde los años 90 y sobre todo después de las Primaveras árabes, estos fueron aceptando progresivamente los procedimientos formales de la democracia y en la práctica renunciaron al proyecto de establecer un Estado islámico, invocando en cambio el modelo del “Estado civil” y presentándose como garantes de la democratización de los regímenes políticos árabes. ¿Cómo se concilia este desarrollo con el apoyo de la Unión de Doha al emirato talibán, una teocracia que rechaza las prácticas democráticas y que nuevamente se distingue por su intransigencia? Hace solo unas semanas, el exministro de Justicia talibán, el mulá Nuruddin Turabi, anunció por ejemplo que restablecería las penas previstas por el Corán para ciertos delitos, como cortar la mano a los ladrones.
A esta cuestión responde de manera implícita Qaradaghi, cuando en dicha entrevista afirma que la Unión apoya a cualquier ulema o, en sentido más amplio, personalidad política que quiera aplicar la doctrina y la jurisprudencia islámica en la vida cotidiana. Lo que plantea que para la Unión, la conformidad de un régimen político con el islam prevalece sobre su democratización.
Por eso la Unión parece dispuesta a alcanzar muchos compromisos con el nuevo gobierno afgano. Basta pensar que todas las peticiones de Raysuni a los líderes talibanes de crear un gobierno inclusivo que implicara también a las minorías étnicas y religiosas del país de momento han caído en saco roto. A diferencia del gobierno de Catar, que se ha mostrado decepcionado por la intransigencia mostrada por los talibanes, la Unión de Doha se ha limitado a levantar acta de los hechos sin presentar queja. Hasta tal punto que Qaradaghi declara en su entrevista que nombrar a un ministro chiíta hazara no era prioritario, puesto que Irán, desde 1979, no ha tenido aún ningún ministro suní.
De momento no está claro si estas tomas de postura preludian una regresión de los movimientos islamistas hacia el maximalismo del pasado, con el emirato de Kabul marcando el ritmo, o si en cambio hay consideraciones contingentes ligadas exclusivamente a la evolución de Afganistán.
En todo caso, como afirma el politólogo George Fahmi en el diario egipcio al-Shurūq, el júbilo islamista por la victoria talibán refleja “solo su crisis y no expresa un verdadero proyecto de futuro para el islam político”. De hecho, resulta inconcebible que el nuevo emirato afgano pueda representar la solución a los problemas de los movimientos islamistas.