Es hora de salir del conflicto entre occidentalismo e islamismo
Es raro que un aniversario coincida también con el fin de un ciclo histórico. Es lo que ha pasado con el vigésimo aniversario del 11-S, que simbólicamente cierra la etapa de la guerra contra el terror y exportación de la democracia que inauguró George W. Bush en 2001. Los resultados de esta guerra se pueden juzgar comparando los hechos de apertura y cierre: invasión en 2001 del Afganistán de los talibanes, culpables de dar refugio a Bin Laden y Al-Qaeda; retorno de los talibanes al poder en 2021 y torpe (me quedo corto) retirada estadounidense del país, manchada entre otras cosas por el atentado perpetrado por la rama local del Estado Islámico, una organización que sin la guerra contra el terror tal vez ni siquiera habría llegado a existir. Para sellar tan sarcástico epílogo, los talibanes eligieron precisamente el 11 de septiembre como fecha para inaugurar su nuevo gobierno.
Eso no significa que en las últimas dos décadas no haya cambiado nada o que las operaciones americanas no hayan servido para nada. Al-Qaeda está muy debilitada y el Estado Islámico, en fase de repliegue, el yihadismo evoluciona hacia formatos más territoriales y locales, y los estados, sobre todo los occidentales, han desarrollado una capacidad de control y prevención que hace mucho más remota la posibilidad de atentados a gran escala. Desde este punto de vista, provoca bastante inquietud ante el futuro de la democracia la eficacia que han alcanzado los instrumentos de vigilancia y represión totalitaria, como señala Thomas Hegghammer en Foreign Affairs.
Afganistán nunca ha sido una prioridad estratégica para los americanos y su retirada no marca un relevo entre Estados Unidos y China como potencia hegemónica. Antes que en el fracaso político o militar de Occidente, es sobre todo en la dimensión cultural donde conviene pararse a reflexionar. Junto al desastre iraquí, el fracaso en Afganistán pone en discusión el modelo y visión del mundo promovido por EE.UU. y sus aliados europeos. Si no se afronta la cuestión de la relación entre Occidente y el resto del mundo, los hipotéticos proyectos de defensa común europea o reforma de la OTAN no bastarán para cambiar las cosas.
Una antropología imaginaria
Volvamos sobre el caso afgano. En febrero de 2021 se publicó un libro titulado Le Gouvernment transnational de l’Afghanistan. Une si prévisible défaite (El gobierno transnacional de Afganistán. Una derrota tan previsible), del politólogo francés Gilles Dorronsoro, que partiendo de su experiencia de varias décadas estudiando sobre este país, ponía de manifiesto con gran agudeza y discreto adelanto las clamorosas disfunciones del sistema que puso en pie la coalición guiada por los americanos. Entre varios aspectos analizados por Dorronsoro, destaca la lectura distorsionada del terreno, la infravaloración del enemigo, un acercamiento incoherente a la política regional y una gestión caótica de la nueva administración, donde la plétora de sujetos (entidades estatales, agencias americanas, organizaciones internacionales, ONG) que durante veinte años ha gobernado Afganistán –de ahí la idea de “gobierno transnacional”– ha generado un desperdicio colosal de dinero, abusos de poder y corrupción. Más que un proceso de State-building, ha sido una auténtica obra de State-destruction.
Pero el aspecto más original e interesante del libro se encuentra en su capítulo décimo, dedicado a los presupuestos intelectuales de esta endeble intervención. La llegada al país de grandes recursos financieros y de un imponente número de expertos –antropólogos, politólogos, economistas, juristas, consultores de desarrollo y contra-terrorismo– ha generado una mole de conocimiento sin precedentes, con cientos de investigaciones, publicaciones, informes y estadísticas, con el objetivo de orientar y evaluar la multitud de programas elaborados y puestos en marcha por instituciones internacionales y ONG. Dominado por la predilección neopositivista por la cuantificación, este saber basado en métricas y benchmark, autorreferencial por naturaleza porque está diseñado para satisfacer las expectativas de los clientes, ha acabado impidiendo un conocimiento real de Afganistán, creando, según el autor, una “antropología imaginaria” de la sociedad local. Todo ello condimentado con un optimismo dogmático y asertivo, como ha podido experimentar el propio Dorronsoro durante sus tres años como investigador en un think tank de Washington, donde estaba prohibido decir que las cosas iban mal.
Dorronsoro atribuye esa debacle intelectual, política y militar a la borrachera neoliberal de las últimas décadas. No contiene errores, pero para entender lo que hay realmente en juego conviene ampliar la mirada. No solo hay que entender qué ha ido mal en Afganistán para no repetir los mismos errores en otra parte, sino también aclarar cuál puede ser el papel de Occidente en el mundo.
El oscurecimiento de la inteligencia
En realidad, la reducción del saber a sus aspectos cuantitativos e instrumentales no es una deriva de las últimas décadas. En este sentido, las consideraciones de Dorronsoro me han hecho recordar otro libro publicado en 1970 por un agudo crítico de la modernidad, el filósofo italiano Michele Federico Sciacca, que veía precisamente en la “reducción del saber y de la realidad un conjunto de sensaciones-datos-hechos-fenómenos ‘sin ser’, racionalmente calculables y organizativos con fines prácticos”. Ese es uno de los signos de este Oscurecimiento de la inteligencia –ese es el título del libro– que desde el siglo XVII sufre Occidente. La manifestación histórica de ese “oscurecimiento” era para Sciacca el occidentalismo, es decir, la “asunción de la decadencia de Occidente como progreso”. Si Occidente, fruto de la síntesis creativa entre el mundo greco-romano y el cristianismo, se funda en la apertura a la trascendencia, inteligencia del ser, sentido del límite y tensión armónica entre lo natural y lo sobrenatural, el occidentalismo se deshace presuntuosamente de todos sus vínculos y realiza un allanamiento mundano de los fines del hombre, afirmando la potencia militar y la expansión económica como los parámetros exclusivos del desarrollo humano.
Según el severo juicio de Sciacca, por consiguiente, el occidentalismo “no tiene nada que enseñar ni exportar, más que técnica y bienestar, datos, números, cálculos, robots, computadoras y corrupción. No exporta valores morales, religiosos, estéticos, ni sociales, políticos, jurídicos, pues todos los ha adulterado y perdido. Lo que se declara en la frontera ‘occidental’, como una etiqueta que sirve para engañar al aduanero, es mercancía defectuosa, de baja calidad”. Y si muchos pueblos son hostiles a Occidente, es “porque, habiéndolo conocido, han sufrido su opresión”, en forma de degeneración occidentalista.
El islam en la trampa occidentalista
Todo esto resulta decisivo para entender nuestra relación actual con el mundo musulmán. El islam moderno ve la luz frente a un Occidente cegado por su voluntad de poder. Cuando, en la segunda mitad del siglo XIX, Europa proyecta de manera triunfalista su dominio sobre buena parte del mundo musulmán, la relación entre ambos entra en una nueva etapa. No solo cambian las relaciones de fuerza, sino la propia lógica de su interacción. Se ve en las discusiones de la época. Si las disputas medievales entre cristianos y musulmanes versaban sobre cuál era la religión verdadera, ahora se discute sobre qué civilización es más próspera y poderosa. Algunos intelectuales musulmanes caen en la trampa y, mientras invocan la resistencia frente a la conquista de Occidente, quedan atrapados en sus categorías. Podemos entenderle con unas palabras de dos líderes del reformismo islámico de finales del XIX, Jamal al-Din al-Afghani y Muhammad Abduh, que escriben conjuntamente: “Entre los fundamentos de la religión islámica están la búsqueda del dominio, la fuerza, la conquista, el honor y el rechazo a cualquier ley que entre en conflicto con la suya y a cualquier poder que no aplique sus normas. Quien tome en consideración las fuentes de esta religión y lea una sura de su libro revelado, concluirá sin duda que sus fieles no deberían secundar militarmente a nadie (…). Quien medite el versículo ‘Preparad contra ellos todas las fuerzas y guarniciones’ (Corán 8,60) se convencerá de que quien se suma a esta religión debería estar animado por el amor al dominio y la búsqueda de todos los medios por conquistarlo, y no solo por el deseo de no caer bajo el dominio de otros”.
Estamos en los años 80 del XIX y ahí se resume el credo de todos los islamistas del futuro, de los Hermanos Musulmanes al Isis. Pero el sorpasso islamista en perjuicio del Occidente occidentalista (si se me permite el juego de palabras) no se da, a pesar de que el Estado islámico, una alternativa quimérica frente a los regímenes corruptos occidentales y filo-occidentales, tarda en materializarse. Donde finalmente se lleva a cabo, solo trae represión y violencia. Al islamismo le quedan dos opciones: un repliegue pragmático en la “democracia musulmana” (la vía de Ennahda en Túnez) y la brutal e inconcluyente guerra de desgaste (Al-Qaeda, Isis, etc.). La victoria de los talibanes, movimiento islamista atípico, puede haber devuelto un poco de moral a los que soñaban con la revancha del islam, pero no cambia los términos de la cuestión. Como dice Kamran Bokhari en el Wall Street Journal, ellos también tendrán que rendir cuentas con la imposible cuadratura del círculo: ser pragmáticos e ideológicos al mismo tiempo.
Pero tampoco sale ganando el occidentalismo, que, como decía Sciacca, no tiene mucho que exportar. No le bastan –afortunadamente– las bombas “inteligentes” ni los drones de última generación para afirmar su dominio hasta el fondo.
La vía de la inteligencia y la hermandad
Sciacca no era un nostálgico de tiempos pasados. Su solución para el oscurecimiento de la inteligencia no consistía en un retorno imposible a los siglos que van de Carlomagno al Renacimiento. Él invita a “atravesar” los problemas que plantea el nihilismo occidentalista, recuperando todo el aparato técnico-industrial con una nueva síntesis marcada por el “signo de la inteligencia”. Confiaba también en que los valores de Occidente renacerían en una nueva cultura que, alimentándose de ellos, contribuiría a renovar y preveía que pudiera ser América Latina quien se pusiera “a la vanguardia de este movimiento”.
Siguiendo su intuición, no es difícil imaginar una posible vía de salida del conflicto entre occidentalismo e islamismo: el camino de la hermandad y la amistad social, indicado por el Papa argentino y recorrido con él por el imán Al-Tayyeb.